lunes, 5 de enero de 2009

Viento de cola



Donde el autor, a pesar de haber proclamado en numerosas ocasiones que no quería convertir el blog en un cuaderno de citas, decide transcribir varios fragmentos de un libro que acababa de leer (un libro pequeñito, del grosor de la uña del dedo meñique) llamado Voces de Marrakesh y escrito por Elias Canetti, uno de esos autores un tanto sagrados y de títulos un tanto herméticos (Masa y poder) a los que el autor había mantenido (ahora comprende que inútilmente) alejados de su estantería. Y para añadir algo de cosecha propia en medio de tanta cita, el autor incluye torpes reflexiones sobre el aterrizaje del avión, una maniobra que, cada viaje que pasa, le inquieta más (extraño miedo siendo, según todos los expertos, mucho más peligroso el despegue . Se trata de un tipo de sobresalto de montaña rusa de parque de atracciones, y hay que tener en cuenta que al autor le dan mucho miedo las montañas rusas de los parques de atracciones. Al autor tampoco le gustan este tipo de entradas, forzadas, poco diáfanas, excesivamente trabadas, sin ritmo y sin imaginación, pero hay que ir tirando como sea y hay que escribir siempre.

Se dice (prueben a sacar el tema en cualquier conversación) que el mundo se ve más pequeño desde arriba (la lista de metáforas es larga, como una ciudad de lego, como hormiguitas, como de juguete), pero a mí, a través de la ventanilla del avión, todo me parece irrealmente grande. Desde el avión Santander me parece una megalópolis de Lego. Lo que no parece nada, porque nunca lo ves, es la pista de aterrizaje. El avión sigue bajando y tú sólo ves agua, la bahía, las grúas de Astillero al borde del mar, y, si es de noche (era de noche) la portada de tu libro reflejada en la ventanilla. Una pestaña de la página 34 (ya superaste la manía de estirar los flecos de la alfombra y desdoblar los esquinas dobladas de las hojas) te recuerda el siguiente párrafo, una exquisita sublimación de la pereza: “Durante las semanas que pasé en Marruecos no intenté a aprende árabe ni ninguna de las lenguas bereberes. No quería perderme nada de la fuerza de aquellas voces foráneas. Quería que los sonidos me llegasen tal como era, sin debilitarlos con ningún conocimiento artificioso e insuficiente. No había leído nada sobre el país. Sus costumbres me resultaban tan extrañas como sus habitantes. Lo poco que en el curso de una vida llegamos a saber sobre un país y cada pueblo, se me desvaneció allí en las primera horas”.
Yo no se mucho de aviones, pero se distinguir cuando un aterrizaje es lento y cuando un aterrizaje es rápido. El mío era muy rápido. Solo el ruido de tragaperras del brain training de la mujer de alante pudo tranquilizarme. Si ella juega a adivinar su edad mental es que no vamos a matarnos en los próximos segundos. Seguí releyendo:
Cuando viajamos lo aceptamos todo, la indignación la dejamos en casa. Observamos, escuchamos y nos entusiasmamos por las cosas más terribles, porque son novedosas. Los buenos viajeros son implacables”.

Las cosas más terribles porque son novedosas. Los buenos viajeros son implacables.
Qué gran frase.

Un golpe, dos golpes. Tierra. Como si un niño enfadado estrellara un avión de lego sobre el parqué recién fregado del pasillo.
Qué exageración.

Le explico a un local lo accidentado de mi aterrizaje.
Sin dudarlo, replica: "Es por el viento de cola”
Qué gran excusa.

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