domingo, 11 de enero de 2009
Geografías
Donde el autor cuenta un cuento(tal vez una fábula sin moraleja) sobre la rutina y la nieve
A G le gustaron sus dedos, P se fijo en su forma de andar, a D le molestó tener que levantarse de su asiento para estrecharle la mano (estaba en mitad de una frase hermética y justo cuando entró el extraño intuía D el adjetivo preciso), B deseó con agonía que el nuevo redactor ayudara a sacar el trabajo adelante y M se ruborizó, no porque le gustara el extraño (aunque tal vez si le gustara), sino por miedo a que el extraño pensara que a ella le gustaba.
Eran las 10 de la mañana y en la radio un locutor anunciaba la temperatura (1 grado bajo cero) y la previsión de que nevara por la tarde.
El extraño, por su parte, se fijó en los colores del mapamundi pegado en la pared.
G dejó a su novio de 7 años el mismo día en que éste se rompía, jugando un partido de futbito en un campo sin luz, la tibia y el peroné. “Yo no soy de las que se quedan a cuidar enfermos”, le explicó. P dejó la copa en la barra y salió a bailar atraída por el cuello (como de jugador de rugby) de un erasmus alemán de 23 años (la edad la supo más tarde). D presionó la tecla de eliminar (¿está seguro de que desea eliminar?, insistió la pantalla; si, si, pensó él) y su blog (mitad diario, mitad dietario de citas, mitad registro de lecturas, mitad espejo, mitad altavoz) desapareció sin dejar rastro. A continuación se tumbó en la cama y miró el techo, sin asomo de aburrimiento (tampoco diría que divirtiéndose) durante 3 horas y 45 minutos. B se quedó durmiendo hasta las 12 de la mañana después de apagar, sucesivamente, los tres despertadores de todas las mañanas; llamó a la redacción y le dijo a su jefe que llegaría tarde porque había dormido mucho (no dijo mal, ni con pesadillas, sino mucho) y añadió que eso es lo que había y que ya vería y colgó. M oyó claramente cómo los altavoces del metro anunciaban el nombre de una estación que de ninguna manera podría ser la próxima parada. Tuvo miedo de haberse equivocado de línea, de haberse vuelto loca o de estar soñando, aunque luego esta idea, la de haberse equivocado de línea, le hizo sentirse tan ligera y tan segura, que le aguantó la mirada al chico de enfrente como si mirase un cuadro.
El extraño, por su parte, empezó a trazar con rotulador negro líneas aleatorias sobre la Antártida, imitando en un principio las fronteras de escuadra y cartabón de África y más tarde los cursos sinuosos de los grandes ríos europeos, en especial el Danubio y el Duero. “Necesito más colores para rellenar mis nuevos países”, pensó.
G y P abrieron todas las ventanas, vaciaron todos los armarios y formaron, con los libros, guías y revistas, una barricada en mitad de la redacción que coronaron, a modo de alicatado, con una hilera de discos. Al ver el brillo de los rayos de sol sobre los discos D pensó inmediatamente en las armaduras de los guerreros medievales y sintió ganas de subir a la azotea a fumarse un cigarro. Sin noticias de B. M vació tres sobres de azúcar sobre el teclado del ordenador y empezó a lamer con obstinación la eñe y el acento circunflejo. ¿Realmente creéis que los Mac son mejores que los PC? preguntó en voz alta. No obtuvo respuesta.
El extraño por su parte, sintió que el mapa se le quedaba pequeño y comenzó a dibujar por fuera de los bordes. “Vamos a necesitar mucha pintura. Pero aún así es inútil”, dijo, un poco dramático, un poco enigmático, y abandonó la redacción.
Tal y como había anunciado la radio, pero con dos días de retraso, comenzaron a caer los primeros copos de nieve.
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