viernes, 1 de febrero de 2013

La alfombra marrón


Hace dos años monté con unos amigos una editorial. Siendo románticos, me consideré un insensato, pero luego el Gobierno me ascendió a emprendedor y empezaron a caerme caricias de tertulianos y suplementos económicos. Habíamos montado una editorial, entre otras cosas, porque nos salía de los huevos, pero la verdad, me explicaron más tarde, es que estábamos levantando el país y que por cada nuevo millón de parados nuestro nombre volvería a ser citado con la misma fe con la que Cospedal se encomienda a una transparente auditoría externa. Si Johnny cogió su fusil, el emprendedor se puso las pantuflas y se dispuso a refundar el capitalismo en una caída libre desde la cama al despacho sin pasar por la ducha y yo con estas pintas.
 La exuberancia del emprendedor pasar por no salir nunca de su casa, así que cuando la ministra Virgen de Fátima anunció una alfombra roja para emprendedores, yo me acordé inmediatamente de la alfombra marrón, en verdad moqueta, de mi despacho, en verdad la habitación al fondo a la derecha. 

Cambié la rutina de oficinista explotado a caserista autosecuestrado: no voy en bici al trabajo, sino en pijama. Ya no salgo a la calle a fumarme el cigarro con los compañeros, sino que me lo fumo delante de la pantalla espolvoreando ceniza en el teclado como un panetone de nicotina, sin que hasta la fecha haya encontrado el comando de limpieza. En los descansos voy a la cocina a fregar platos y le doy cera con el mismo rictus de locura con el que respondo a los correos. A falta de compañeros a los que gritar he golpeado armarios decorados con papel de grecas en forma de ameba; he buscado adjetivos colgando calcetines en el tendedero desplegado en mi despacho como una pesadilla de suplemento de decoración; he fantaseado con la vida ahí fuera mirando por la ventana, codo a codo con mi gato, el único animal más casero que un emprendedor. 

Pero también hay excitantes salidas al exterior. He recuperado el carro de compra de mi abuela para llenarlo de libros y pasar la mañana en Correos,  ese templo que combina la severidad aleatoria de una antigua frontera soviética con el chisporreteo bullicioso de una pescadería de barrio. En ocasiones me visto y me ducho para bajar al banco y pedir que me quiten las comisiones de la cuenta de empresa. De alguna manera, tal vez mirando el saldo de la cuenta, siempre terminan por descubrir que soy emprendedor y no empresario, y como tal me despachan metiéndome, entre sonrisas y guiños, una nueva comisión por el culo. 

A veces me despierto a media noche gritando el CIF de empresa. No tengo futbolín ni máquina de coca cola. Mi novia pincha cumbia en bucle mientras releo por quinta vez el mismo libro que vamos a publicar. Los domingos de resaca suceden en el mismo espacio que los lunes de curro. He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por el autoempleo, pero eso a mi no me incumbe: Yo no soy una gran mente y yo no estoy loco. Yo no estoy loco, aunque en la pared de mi despacho, en verdad la habitación del fondo, luce un enigmático mapa geológico de la comunidad de Madrid.

jueves, 18 de octubre de 2012

Chanel Pit y la potrilla Angelina


"No es un viaje, los viajes terminan pero nosotros continuamos", declama Brad Pitt en sepia y con cara de toma falsa de Babel, esa película-ripio en que todos sufren de una manera preciosista, intensísima e inverosímil, que es como a los críticos de cine más les gusta el sufrimiento.

Sale un actor eyaculando para dentro diciendo palabras aparentemente herméticas y el espectador se queda con la sensación de que, a pesar de no haber entendido nada, el mensaje esconde un sutil fogonazo de sabiduría. Dicho con otras palabras, si el anuncio de Channel lo hubiera rodado un director surcoreano y tuviera dos horas más de duración, habría ganado el León de Oro del Festival de Venecia.

Yo entiendo que el anuncio es coherente con el zeitgeist de retórica espesa que sufrimos, y del que para bien o para mal solo escapa Mourinho con su prosa amargada pero transparente. Sin embargo, creo que el anuncio hubiese sido más poderoso si en vez de buscarle las cosquillas al universo, se hubiera limitado a recitar esa frase cowboy de Zane Grey: “Ella se revolvía entre sus brazos y él le dijo: quieta potrilla”.  De fondo, se escucharía un relincho femenino de Angelina Jolie  y una manada de búfalos galopando. Miles de adolescentes poligoneros asaltarían las boutiques de Serrano al grito de “Angelina”.

De los anuncios de colonia, como los cerdos, se aprovecha todo. Y Chanel Pitt no es una excepción. Esas frases misteriosas deben leerse como un manual de instrucciones de uso para la vida cotidiana. Su empalagosidad celeste lo convierte en un arma infalible en cuestiones amorosas.

“No es un viaje, los viajes terminan pero nosotros continuamos”. Es la frase perfecta para cortar relaciones y quedar como un caballero enigmático. Provoca un efecto paralizante en la otra persona, incapaz de rebatirte el argumento. Cualquier defensa es inútil. Qué mejor que el misterio insondable para cercenar esa innata soltura femenina hacia el reproche socrático. Está demostrado que donde tú ensayas una onomatopeya dubitativa, ella fabrica una tesis académica con su sujeto, con su verbo y con su predicado.

“Pero si nos casamos mañana y mi padre tuvo que sobornar al obispo para que nos cediese el Escorial”, balbuceará ella. A lo que tú, con gesto indignado, replicarás: “¿No te acabo de decir que los viajes terminan pero nosotros continuamos, que el mundo gira pero nosotros giramos con él. Que los planes se desvanecen. Que triunfan los sueños?”. Fin de la discusión.

La frase, llevada al extremo sirve también para la discusión de tareas domésticas. Ella: “La cocina está hecha una mierda. Te tocaba fregar”. Él: “Los planes se desvanecen. Triunfan los sueños”. Ella: “¿Por qué no me llamaste en todo el fin de semana”. Él: “Porque a donde quiera que vaya, ahí estás tu. Mi suerte, mi destino, mi fortuna”.

El peligro, como siempre, es que ella se salga del guión y después de escuchar indiferente tu perorata Chanel, se coloque el mechón detrás de la oreja como quien desenfunda una navaja, apoye su mano sobre tu hombro como quien da el pésame, con un leve impulso de su dedo te haga girar sobre ti mismo como si fueras un maniquí; se aparte luego unos pasos hacia atrás para adquirir perspectiva de sastre con alfileres en la boca, contemple tu culo como quien elige encimera de cocina y diga: “Cariño,  tú no eres Brad Pitt. Aunque tengas razón en eso de que los planes de desvanecen. Eso mismo pensé yo ayer en brazos de ese negro tan simpático que vende pañuelos a la salida del Carrefour. Tendrías que oir cómo me llamaba potrrrrilla, así, potrrrilla, estirando las erres”.

Porque esa es quizá la enseñanza más importante de este artículo. La vida real se parece más a una barata novela del oeste que a un caro anuncio de Chanel.




martes, 15 de marzo de 2011

Un tal tuíter

Donde el autor acude al congreso de periodismo digital de Huesca y se vuelve prehistórico
Todo el mundo hablaba de un tal tuíter, a quien citaban en una pantalla gigante situada detrás de los ponentes, a la manera de los sms en los programas del corazón y en las tertulias del Gran Hermano.
Delante del escenario, unas 20 filas de gente con ordenadores, porque la atención al discurso de un congreso digital ha de ser fragmentaria e hiperactiva e infinita, como el propio universo digital. Tiene sus ventajas: así, por ejemplo, puedes estar chateando, viendo fotos de Facebook o vídeos de motos en youtube a modo de hipertexto. No está claro que enriquezca el discurso del ponente, pero al menos lo hace más llevadero. Un avance respecto al mundo analógico en donde la única brecha escapista del alumno o el oyente era pintar la mesa o mirar al techo o espiar el cuello de alguna hermosa oyente adyacente.
Aún así, escondidos en las filas de atrás, al margen de los avances tecnológicos, había dinosaurios despistados que se limitaban a escuchar y apuntar en una libreta de papel cero punto cero.
Siempre he desconfiado de los contertulios irritados, que recetan lemas, mientras se revuelven ofendidísimos en sus sillas, gimiendo por la falta de independencia de los medios tradicionales y exigiendo, con énfasis de dictador, más libertad y más compromiso. Alguna alusión libertaria contra la ley sinde y aplausos del juvenil tendido digital, que solo reacciona a discursos cuya complejidad argumental pueda resumirse en 140 caracteres. Un fogonazo, un retweet y vuelta a las motos.
Lo mejor del congreso, Alfonso Armada: “estábamos un grupo de periodistas en la cafetería de la ONU y hacíamos lo que siempre hacen los periodistas: quejarnos y llorar. Y entonces decidimos montar nuestra propia revista digital, FronteraD.”

sábado, 26 de febrero de 2011

Lecciones de vuelo con Mathias Rust



Estando mi madre embarazada, mis padres salieron en coche desde Madrid hacia arriba, sin rumbo. En Francia estuvieron dos días metidos en una tienda de campaña, esperando a que les arreglasen el coche y no paró de llover. Luego siguieron avanzando hacia el este. Vieron un cartel que ponía Dubrovnik y ellos nunca habían oído hablar de Dubrovnik. Llegaron a Sarajevo. Aparcaron el coche con matrícula española y se les acercó un hombre que hablaba perfecto español con acento caribeño. "Soy profesor de serbo-croata en La Habana", se presentó, y les hizo de guía por la ciudad. Compraron un tren de madera.

Le explico a mi primo J. que un barco cargado de dinamita de contrabando explotó en el puerto y mató a 500 personas. Mi primo J. me dice que yo siempre he sido el preferido de la abuela, a lo que yo le replico que ella a veces me llama J. Ríe con un dyc cola en la mano. Mi primo tuvo una novia que le quiso tanto que si siendo de noche él le decía que era de día ella decía que era de día.

Mi padre se lamenta del chuletón de buey demasiado frío. De postre caminamos cuesta arriba envueltos en una nube con olor a moñiga. ¿Para que criarán tantos caballos? Para carne. ¿Y quién come carne de caballo? Los franceses comen mucha carne de caballo. Yeeeeeegua, grita un pastor con los pantalones caídos.

En algún sitio de Eslovaquia, viajando entre Praga y Budapest en un tren nocturno, se subió una mujer gorda. Se puso a tejer una bufanda y me pidió con la mirada que apagase mi cigarro. Ronaldo estrella un balón en el palo y vamos a perder la liga.

 En 1987 Mathias Rust alquiló una avioneta Cessna y cruzó el Báltico en dirección a Rusia. Los radares soviéticos le confundieron con una manada de gansos y volando bajo por encima de las vías del tren llegó a Moscú, donde aterrizó en la Plaza Roja. Agentes de la KGB lo detuvieron y fue condenado a cuatro años de cárcel, de los que cumplió 14 meses, compartiendo celda con un profesor de inglés ucraniano.

¿De qué hablaron el piloto alemán y el profesor ucraniano en su celda de la prisión de Moscú en 1987?


 



miércoles, 12 de enero de 2011

Anuncio inmobiliario

La primera vez que vi a la vecina de la fachada de enfrente fumando acurrucada en el balcón, rodeada de una manta, pensé de inmediato en una figura trágica, pero atractiva. Rubia, pelo largo, delgada, aparentemente lánguida. El malentendido duró lo que tardé en escuchar su voz irritada e irritante. Le gustaba hablar por teléfono mientras fumaba en el balcón y contarle las miserias de su jornada laboral a su novio, una borrosa figura mitológica que nunca se asomó a la ventana, y a quien yo distinguía siempre en segundo plano, sentado en el sofa frente al televisor. Ella quejándose siempre de todo. Es enfermera, deduzco, y no creo que nadie pueda ser feliz a su lado. Una pena. Las noches en las que se iba la luz de las farolas y la calle se quedaba completamente a oscuras, los chispazos rojos de su cigarro iluminaban mi insmonio con plasticidad de película de espías. Yo pensaba en todo lo que puedo pensar de madrugada cuando no duermo y era agradable ver un faro enfrente.

La vecina gorda y vieja de pelo rojo, un poco a lo Calaf, pero en versión exenta de glamour y plena de miseria, subía asfixiándose las escaleras. La distinguía por los sonoros escupitajos y por sus gemidos. La primera vez que los escuché pensé que eran los vecinos follando y me excité ante la cercanía de esos gritos de placer cada vez más cercanos. Que extraño confundir la asfixia de una vieja alcohólica subiendo las escaleras con las de una chica joven follando. Otro malentendido. Lo cierto es que durante mucho tiempo no escuché a nadie haciendo el amor en el edificio, hasta que un día oí por el patio interior (un espacio siempre proclive al erotismo de sujetador colgado con olor a cocido y bochorno veraniego entre tendales), a una verdadera pareja de amantes cósmicos. Daba gusto escucharlos, por intensidad, duración y entoncación. Algo verdaderamente fabuloso. Escuché y escuché hasta que terminé por sentirme un amante mediocre.

Luego llegaron los guris de abajo. Siempre eran guiris los de abajo y yo siempre los odié con fe inquebrantable. Primero fueron una inglesas con vozarrones de gospel y esa risa británica de niña exagerada. Ahora, mientras escribo, hay algo parecido a un americano o varios. Es imposible trazar una estadística fiable en los pisos de estudiantes. A veces se le escucha follar, traqueteo final de cama contra la pared, pero el sonido predominente que sube hasta mi salón es un indescriptible grito de orangután. A veces cuando bajo las escaleras está su puerta abierta y huele un poco a mierda, como mi antigua casa de Getafe.

Luego está el camión de la basura, con el que aprendí a obsesionarme como una maldición. Mad Max exterminando dinosaurios de hojalata entre gritos de zarzuela épica. O algo parecido.  La clave de su poder intimidatorio radica en su triple naturaleza de suceso sobrenatural infinito, nocturno e impredecible. Algunas noches conté hasta cinco camiones diferentes y nunca parecían repetir el horario. Escuchabas el rumor del último camión sin saber si se trataba del último camión, lo que creaba un efecto de amenaza constante muy eficaz.

Cuento las cosas malas, porque las cosas buenas me las quedo para mi. En esta casa, con estos sonidos de asfixias, polvos vecinales y camiones de basura en lucha interlagáctica, empecé a escribir este blog. La rutina era siempre la misma. Escribir, colgar, lavarme los dientes y volver a la cama, donde tenía siempre el mismo cuerpo a mi lado.

Me pregunto cómo será escribir el blog a partir de ahora.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Lo bueno de la lluvia

Donde el autor vuelve de un fin de semana en Santander y da el parte meteorológico


Otra vez Sesentadíasseguidossinparardellover. La épica del norte, la lluvia como superioridad moral y estética se hizo aforismo, leyenda y oración para llenarte la boca y recitar como una contraseña entre los hombres de la tribu donde nunca para de llover. Porque todos estaban orgullosos de esta mala racha, aunque todas las mañanas descubriesen irritados otro día gris de gotas de agua en la ventana de la habitación, y en la ventana del coche y en los escaparates. En cualquier momento del día, da igual donde mirases, habría gotas cayendo seguidas de sinceros lamentos de raza perseguida. Esta lluvia me hace tender a la melancolía, se escucharía incluso en boca de algunos afectados con sentido de la ironía y el drama. Y qué manera de llover, primero la ciclogénesis explosiva que derribaba paseos marítimos y volcaba barcos en la bahía en escenas de huracán caribeño. Incluso salía en el telediario nacional, como un espaldarazo definitivo que confirmaba lo que todos los habitantes de la ciudad sabían: que la raza del norte estaba curtida en catástrofes, en barcos hundidos, en terribles galernas, melancolías indescifrables, profundidades abisales, rostros curtidos, chubasqueros, katiuskas, cachis de calimotxo, ballenas varadas, sirenas, puertos, astilleros, putas, cañas de pescar, olas crispadas de espuma-borreguito en días de sur, tornados, galería de fotos de El Diario Montañés. Y qué granizadas, y por favor no me compares con las lánguidas granizadas de interior que arruinan cosechas, lechugas, tomates, no, aquí la playa cubierta de blanco junto al mar negro azul verde con sus tres cargueros y sus cinco veleros y la isla de Mouro de fondo. No, por favor, no me lo compares, esto se trata de otra cosa. ¿No te das cuenta?

Sesentadíasseguidossinparardellover, y les brillan los ojos.

viernes, 19 de noviembre de 2010

¿Aviones volando?


Donde el autor juraría que, a este ritmo de dispersión y disgresión, jamás será capaz de terminar la guía de Praga
 
David Černý intervino en la torre de televisión de Praga (pronunciese Žižkovský vysílač). No es fácil elegir el verbo que acompañe a un escultor, pero imagino que intervenir es una opción que les emociona y les hace sentirse todavía un poco más artistas. Intervino Černý en el edificio más alto de Praga, una torre retrofuturista (según afirma con acierto la guía que copio) de los años 80. Está alejada del casco histórico de la ciudad, así que es imposible comparar en una misma postal su perfil de cohete bauhasiano con las cúpulas barrocas y torres góticas de Staré Město. Una lástima.  

Černý intervino en la torre colocando un puñado de esculturas de bebés gigantes que caminan a gatas por la columna blanca. De lejos parecen moscas. Černý es un autor ingenioso, lo cual a falta de talento, es siempre un recurso inteligente. La página web de Cerny te recibe con su cabeza girando y emitiendo eructos de rana. Para avanzar y pasar al índice hay que volarle la cabeza con un disparo de ratón. Suena entonces un cósmico aleluya. Ingenioso. Pincho al azar uno de sus proyectos y me encuentro con un portaviones de la marina atracado encima de las torres gemelas de Nueva York. El fotomontaje es de 1996 y demuestra que la ficción siempre supera a la realidad. ¿Aviones volando? Que falta de imaginación.