miércoles, 21 de enero de 2009
Mercado de Chamberi
Macanudo, Liniers.
Donde el autor prosigue con la descripción de su entorno más inmediato y en aras de una máxima objetividad, titula el post de la forma más prosaica posible.
Ser joven en un mercado es una ventaja, te tratan como un lince en extinción. Te sonríen, te dicen cosas como “gracias joven, ¿que quieres joven? o ¿algo más joven?; te adoptan como un discípulo y te explican con ánimo pedagógico y prosa enciclopédica los secretos de la huerta, el mar y el campo.
Tengo una pollera hermosa, contundente, échale cuaranta y tantos y aspecto de gitana, pero no de gitana racial, sino gitana de fantasía erótica de Walt Disney. A veces le compro muslos y contramuslos y ella sonríe como debían sonreír las prostitutas a los poetas tímidos que perdían la vírginidad en burdeles de espesas alfombras rojas. A veces le pido huevos y me contesta que de qué tamaño los huevos. A veces hay otro chico joven delante mio y siento celos.
Los pescaderos me dan un poco de miedo; la última vez que eché una ojeada inocente a esos bodegones forenses con hielo me vendieron media merluza de 24 euros el kilo; la vez anterior compré dos kilos de mejillones que me parecieron baratos, demasiado baratos comprendí mas tarde al dejarme las uñas, los dedos y el cuchillo bajo el grifo raspando cáscaras, como una maldición mitológica.
El charcutero me envuelve los pedidos varias veces, sucesivamente, en diferentes plásticos. Es antiecológico y hermoso. “Si ves unas motas de pimienta en el jamón es porque acabo de cortar unas lonchas de pastrami. La gente compra pastrami por nostalgia”.
Los tenderos nos son simpáticos, ni antipáticos, son como les da la gana y tienen altibajos, como yo. Son más peligrosas las mujeres ancianas en vestido de pieles y monedero lleno de monedas de un céntimo que se saben de memoria, no sólo su lista de la compra, sino también el póster de la vaca deconstruida como el mapa de África, la fluctuación de los precios desde que el ejército rojo, cautivo y desarmado el vaho de los cristales, perdió la guerra; saben además colarse y defender su inocencia con la soltura de una jefa negándote un aumento de sueldo; son rápidas y certeras en sus réplicas; pueden ser pintorescas, pero también terribles como un inspector de homicidio que fuma ducados. Defienden su posición como un central italiano y sus codazos son tan sutiles que no se ven ni en las repeticiones a cámara lenta. No preguntan: ¿está tierna esta carne?, sino que ordenan (dame una carne que esté tierna) y reprenden (no me gustó la carne que me distes el otro día). A un gesto suyo se desata el infierno.
Yo las admiro en secreto y me da la sensación de que nada puede afectarlas y de que una buena lubina al horno vale más que todos los blogs.
Este final es un poco basto, pero no siempre es fácil acertar con el corte.
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