lunes, 22 de junio de 2009

Viejas máquinas de escribir

Donde el autor entra en un taller de máquinas de escribir y escucha durante más de dos horas todo tipo de historias asombrosas. De pie y con un calor de cemento, asfalto y desierto tan típico de Madrid a estas alturas del año.

Esto es lo que fumo” dice señalando un paquete de ducados light. Viste mono azul, es bajito, las manos completamente negras, los ceniceros abarrotados, 39 años trabajando en este pequeño taller de máquinas de escribir y cajas registradoras que se acumulan en el suelo y en las mesas, algunas desparramadas en montañas de carcasas, otras a medio destripar, y por fin las elegidas para la gloria, cubiertas de plástico, listas para ser compradas (sin talones, a mi el dinero en mano). Es un taller caótico que contrasta con la pulcritud de sus carteles escritos a mano. Mi preferido: “Sumadora de capricho”. Género de todos los países y todas las épocas (incluida una pieza de finales del siglo XIX). Marcas con sonoridad de revolver del oeste: Underwood (que pronuncia húngaro), Sediel Maumann Dresde, Borroughs, Rheinmetall (esa casa construía los cañones de Hitler), Remington y una Erika que esconde un secreto que contaré al final. Las mejores, por supuesto, las Hispano Olivetti. Su padre, me explica, fue jefe de taller de esta casa. No para de hablar en ningún momento. Suena Onda Cero. El locutor explica que el Valencia declara a Villa intransferible. Fuera hará 38 o 200 grados y a veces pasan chicas jóvenes con poca ropa que echan miradas desganadas al otro lado del cristal donde estamos él y yo hablando (más bien el hablando y yo escuchando) de máquinas de escribir, de nazis, de francesas en top less, de obuses y metralletas y de la inutilidad de los ordenadores. Y para convencerme me explica cómo escribir el símbolo de euro en un viejo teclado de los años 50. ¿Cómo? Muy fácil. Tecleas primero una C y encima de la C tecleas un igual. Pasan dos horas y en este tiempo fumamos un cigarro. A veces desconecto y repaso mentalmente la lista de las cosas de las que tengo que acordarme para escribir este artículo. Lo más difícil, los nombres extranjeros de las máquinas de escribir. La solución, escribirlos en el móvil, como si estuviese mandando un mensaje. El objetivo: no parecer un periodista.

No sólo arregla las máquinas en su taller, sino también a domicilio, sobre todo hace años. Me habla de Silvie, una francesa representante de una casa de belleza que caminaba medio desnuda por el salón y se sentaba en el sofá sin nada arriba, pero abajo sí, claro, como si estuviera en top less y me decía: no limpies mucho la máquina, pero yo si la limpiaba; el alemán que vivía en la calle Hermosilla y le mostraba su pequeño museo del nazismo, con banderas, cruces de hierro y metralletas que él sostuvo entre manos (imita en mitad del taller el ruido de esa metralleta, mientras su cuerpo se agita en pequeñas sacudidas y dispara imaginariamente de izquierda a derecha); un soldado republicano que abandonó su puesto en la trinchera para ir a cagar minutos antes de que los obuses franquistas destruyeran su posición.Todo por unas lentejas en mal estado; imagínate él debajo del árbol y de repente puuuuuuuum. Atravesó los pirineos, escapó de un campo de refugiados, se escondió bajo el agua respirando por una caña llena de barro (y cuando levantaba la cabeza un poco, los soldados seguían allí, ejércitos enteros pasando por encima del puente. Si oían algo disparaban una ráfaga al río y seguían camino). Volvió a ver a los soldados alemanes desfilando en París. Uno de ellos iba arrastrando la pierna, afeando la geometría triunfal del desfile. Fue apartado de la fila por un superior, que lo llevó a un callejón y le ejecutó de un disparo. También me habló de un viejo demente, 'el Bareta', que recorría el barrio vestido de miliciano cantando a las Barricadas –pero era inofensivo, me aclara- hasta que unos de Fuerza Nueva le dieron un paliza. Una mexicana rica (eso sí que es una mujer) en un coche grande que se detiene a la puerta del taller a recoger viejas máquinas convenientemente reparadas. Un dandy vestido de blanco que gasta una broma a un gitano con un encendedor en forma de pistola y de cómo el gitano le espera a la salida de los toros y de cómo la policía tiene que escoltar al dandy hasta la entrada del metro.

Pero el personaje que me trae hasta aquí debe llevar ya varios años muerto. O no. Fue Oberscharführer de las SS y veo su rostro en un carnet encontrado en el falso fondo de una máquina de escribir de los años 30, modelo Erika, comprada a un cliente hace años. El hombre del taller me enseña orgulloso una copia plastificada. El original lo tengo en casa.Memorizo el nombre y cuando llego a casa hago lo que haría cualquier periodista.

Buscar en google.

Ese nombre aparece vinculado a una empresa de barcos y yates de Baden Wurtemberg, y en el foro Axis History dedicado a las potencias del Eje.

Próximos pasos: volver al taller, escribir a mi amigo Andreas y preguntarme por la veracidad de estas historias contadas por un excelente narrador solitario obsesionado por el nazismo.


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jueves, 18 de junio de 2009

Putas, popetis y croquetas


Donde el autor encuentra la guía de viajes que a él le hubiera gustado escribir. Y por lo tanto la recomienda con el mismo fervor con el que sus creadores recomiendan croquetas, bares y paseos marítimos madrileños.

No me gustan las guías de viaje, ni las revistas de viajes, ni los foros de viajeros, ni los blogs que ofrecen prolijas crónicas de párrafos interminables y prosa de cemento armado.

Están las guías clásicas tipo Lonely Planet, útiles y mortalmente aburridas de leer. Además todo lo que tocan lo masifican. Las del País Aguilar, con sus coloridos palacios y plazas en tres dimensiones despiezadas como una vaca de carnicería, son amenas y un punto superficiales. Entretienen y abren el apetito, pero no alimentan. Están las Wallpaper City Guide, con mucha predicación entre los viajeros snobs, a ser posible arquitectos. Me gusta el formato de cuaderno de apuntes de bolsillo, sus minimalistas portadas a dos colores, pero lo cierto es que su contenido es más previsible de lo que su formato promete. Mis preferidas son las de Time Out, que muestran virtudes tan desconocidas en el periodismo de viajes como son la ironía y el espíritu crítico. Podría seguir, pero no sigo.

Y están las guías lecool. El nombre, que suena a discoteca pretenciosa de provincias, me asustó un poco al principio, pero me bastó una primera ojeada al pequeño volumen amarillo para comprender que aquello era algo diferente, lo más parecido a mis fallidos proyectos empresariales de sobremesa. Lecool nace en 2003 como una agenda digital barcelonesa. Y posteriormente comenzaron a editar guías sobre Amsterdam, Barcelona, Estambul, Lisboa, Londres, Milan, Roma y Madrid, que es la que ahora tengo entre manos, la única de la colección escrita en español.

No es exactamente una guía de viajes, no está dedicada a turistas, sino a madrileños, y no está (o no parece) escrita por periodistas de viajes, sino por un amigo que te recomienda por teléfono o por e-mail las claves de su última noche de cañas. Las reseñas son breves, certeras y subjetivas. No tiene precios, ni índice. No tiene mapas. Sí numerosas ilustraciones y pocas fotos, como la del plato de croquetas que encabeza el artículo. Cabe todo, desde el Palentino de la Calle del Pez a los cocidos del Lhardy, los iconos pop, las putas de la calle Desengaño, los restaurantes chinos subterráneos, los vegetarianos ecológicos y los templos de fritanga y servilleta en el suelo. En el prólogo de la sección 'beber' no afirman que “Madrid nunca duerme”, sino que “en Madrid no hay donantes de hígado”. Todo se resume en la siguiente máxima: “we don't care about the hippest or the latest” . También dicen los creadores que esta guía te “regala posibilidad de cambiar tu Madrid y así también cambiar tu vida”. Un poco excesivo. Un poco demasiado. No pido tanto, me conformo con que editen mi propio monográfico de Madrid.

Publicado en soitu.

martes, 16 de junio de 2009

Ni de Tokio



Donde el autor empieza a escribir un reportaje sobre Tokio y no le sale.

Estoy en el trabajo y debería escribir un reportaje sobre Tokio, pero prefiero hablar de Valencia, Valencia capital, ciudad que conozco de forma fragmentaria desde pequeño

(cuando me llevaban a visitar a unas tías abuelas, o algo parecido, que vivían en pisos viejos de pasillos largos, y servían vasos de horchata y paquetes de fartons. Yo amaba los fartons, odiaba la horchata y en silencio miraba a mi padre hablar con esos seres legendarios).

De aquella época recuerdo también la Plaza Redonda (que sigue siendo muy pequeña y perfectamente redonda), la catedral al anochecer por donde andábamos rápido camino al coche, porque se decía que estaba llena de yonkis (aunque tal vez mi madre dijera drogadictos) y la carretera de regreso al Puerto de Sagunto, a la casa de mis abuelos, con una pequeña terraza y una cortina levantina como de fideos amarillos.

Mi abuelo quiso ser médico y terminó como viajante de máquinas de coser Singer. Entre medias fue maestro, luego contable de los Altos Hornos de Vizcaya en Sagunto, en donde sumaba, sin calculadora, grandes filas de números bajo las órdenes de un jefe vasco de mucho carácter que en una ocasión perdió un zapato en un tren camino a Gandía

(la historia finalizaba con mi abuelo riendo a carcajadas imitando al grueso vasco farfullando ante el jefe de estación la incoherente letanía: tren Gandía zapatos lleva).

Con frecuencia teníamos el siguiente diálogo: Abuelo: "¿Sabes quién es El Españoleto?" Nieto: "no". Abuelo: "un pintor de Játiva”. Abuelo: "¿Sabes cuál es la peor afición de España?". Nieto: No. Abuelo: "la del Valencia". También cogía un huevo entre las manos y me explicaba que el huevo era España y que los catalanes hacían un agujero en la parte superior del huevo y luego lo sorbían hasta dejarlo vacío. Imitaba el sorbido con fruición. Luego mis padres, durante los homéricos viajes de regreso desde Valencia a Santander (con paradas técnicas en algún lugar de Teruel,junto a tiendas de jamón sobrevoladas por supersónicos aviones militares), me decían que eso no era verdad, que el abuelo exageraba, que había que amar a los catalanes, que todo era culpa del fútbol.

Sí, el fútbol. También mi abuelo me hablaba de las seis copas de Europa y de Gento, la Galerna del Cantábrico. Que era cántabro, como yo. Zurdo, como yo. Madridista, como yo.

Guardo una foto de mi abuelo cocinando una paella en el garaje, con bombona de gas, sin leña ni el aroma a jazmín de las novelas de Manuel Vicent, pero con una sonrisa inmensa, en cierta manera un gesto excepcional en un hombre más bien taciturno. Alguna vez, pocas, me habló de la guerra, de su captura por los italianos (nos trataron bien, el problema fue cuando nos entregaron a los españoles), y del recibimiento del cura a las puertas del campo de concentración de San Marcos, en León (acabáis de perder una guerra y no tenéis derecho ni al aire que respiráis), y sobre esas historias yo escribí cuentos que ganaban premios literarios en el instituto, cuentos que luego las chicas leían y me sonreían por los pasillos. Luego ya no gané más nada. Bueno sí, la séptima copa de Europa, pero mi abuelo no llegó a tiempo. La última vez que le vi fue en un parque en Madrid y me dijo que me echaría de menos. Luego yo me subí en un tren con destino a Logroño donde intenté enamorar a una chica que finalmente se enamoró de otro. Al final tampoco me ha salido un reportaje de Valencia. Ni de Tokio.

lunes, 15 de junio de 2009

Rabiosa actualidad



Donde le autor prosigue con sus clases prácticas de periodismo y no queda muy bien parado.

Un grupo terrorista puso una bomba el domingo por la tarde. Acababa de dejar a una amiga en la estación de autobuses y conducía de vuelta a casa cuando escuché la noticia por la radio. Me llamó un amigo periodista desde Madrid y yo le dije que era mi día libre. ¿Y no vas a pasar por la redacción?, me recriminó. Inventé una excusa y después me sentí mal periodista, no solo por no ir a la redacción, no solo porque no me apeteciera (al fin y al cabo era domingo, era verano, yo era becario, por la ventana del coche entraba esa suave luz de atardecer),sino porque ni siquiera se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que un periodista pudiera actuar como periodista fuera de su horario de trabajo.

Como si la noticia hubiese ocurrido en Marte y yo fuese un campesino en Plutón.

Pulso, ninguno. Mi interés de la noticia cabía en un sencillo enunciado: Eta pone una bomba en el aeropuerto y no hay heridos. Lo demás, pereza. Declaraciones, números, comandos, hora exacta, condena del delegado de Gobierno, condena del presidente de Gobierno regional, condena del alcalde, más declaraciones.

Y en verano, encima.

Al día siguiente la jefa me preguntó, a dar: ¿cómo vivistes ayer lo del atentado?
“No me enteré hasta la noche”, mentí.

El resto sí se enteró y todos fueron a la redacción a echar una mano.

Serían periodistas, o algo.

martes, 9 de junio de 2009

Una corrida de toros o la importancia de las fuentes

Donde el autor prosigue con el curso de periodismo práctico y explica la importancia de las fuentes.

Se coge a un becario recién llegado a la redacción y se le pregunta si le gustan los toros. El becario dice que no, pero el director, eufórico y campechano, replica que seguro que sí, que cómo no va a saber de toros alguien de Santander. Las próximas cinco tardes el becario acudirá con un fotógrafo a la plaza de toros de A Coruña a escribir crónicas taurinas. El fotógrafo, como todos los fotógrafos, actúa como un reportero de guerra, es decir, conduce rápido y espera a una curva cerrada para abrocharse el cinturón, poner música, encenderse un cigarro, abrir la ventana y contarte un chiste verde mirándote a los ojos.

Cuando el becario llega a la plaza busca con la mirada a un grupo de expertos. Basta con seguir el rastro del humo de un puro y acercarse a esos dos hombres malhumorados, acodados en la barandilla. El becario pone la antena, escucha comentarios y anota discretamente en su libreta. Cuando matan al primer toro, el becario pregunta a quemarropa : ¿qué os ha parecido? Los expertos pontifican y él intenta memorizar frases, giros y expresiones para luego copiarlas en su cuaderno. Finalmente se siente tan cómodo con esa pareja de senadores, que el becario se confiesa: soy periodista. Esto excita aún más a los expertos, que no paran de hablar, imaginando que sus opiniones aparecerán impresas en letras de oro y en relieve en las páginas de opinión del periódico. Al morir el segundo toro, el becario se levanta ufano y se despide de sus fuentes. Las fuentes miran al becario: “faltan 4 toros todavía”. El becario no da crédito. Cuatro toros todavía. Al ver su rostro desencajado, las fuentes añaden “es verdad que no tienes ni puta idea”.

Al llegar a la redacción el becario se encuentra con un serio problema: releyendo las notas de su cuaderno no distingue unos toros de otros toros y teme confundir el segundo con el tercero, el sexto con el quinto. Se promete ser más diligente y limpio al día siguiente. Mientras tanto, echa los toros a suerte y los coloca en su crónica no por orden de aparición en la plaza, sino como puede.

Al día siguiente una becaria para al becario en el pasillo de la redacción y le felicita por su crónica taurina.

lunes, 8 de junio de 2009

Una lista

Donde el autor explica su trabajo.

Se encarga una lista de los mejores restaurantes de la costa a una periodista gastronómica. A continuación se envía a un fotógrafo a recorrer parte del país durante una semana con el encargo de fotografiar varios de estos restaurantes. Como no hay mucho dinero hay que negociar la manutención del fotógrafo, es decir conseguir gratis las noches de hoteles. Por supuesto, nunca utilizamos la palabra gratis, porque gratis es una palabra barata y nosotros somos caros. Se le llama intercambio. Tu me alojas gratis, yo te saco en la revista. Alguno de estos hoteles tienen restaurantes que nos vemos obligados a incluir en la lista. Como las listas son finitas, elimino varios de los restaurantes seleccionados por la periodista gastronómica y los sustituyo por los "intercambios”. Como no conozco ninguno de estos restaurantes, acudo a internet y compongo, como puedo, un párrafo. No es difícil. Es fácil. A veces basta con un par de minutos de tecleado. Reportaje listo.

miércoles, 3 de junio de 2009

Expectación ante el desembarco

Donde el autor, astenia primaveral, pereza de escribir.


En noches como esta
(paseo marítimo del Sardinero, bruma iluminada por la luz anaranjada de las farolas) Santander parece una mezcla de Londres y Copacabana, me comenta un amigo. Llevo la corbata anudada en la mano, como una venda. Esperamos un taxi. No viene ningún taxi. Horas antes, el ejército español ha desembarcado en la playa. Se agotaron las botellas de agua fría en los kioscos de helados y pipas. Vino el Rey. Cayeron del cielo paracaidistas con banderas españolas. Niños con camisetas del Barça patrocinadas por Unicef. Mujeres con abanicos de propaganda electoral del PP. Helicópteros sobrevolando a una pereja de recién casados recien salidos del Palacio de la Magdalena. Faltaban los elefantes, los gitanos, el vodka Una de las lanchas calculó mal la marea, me comenta otro amigo, y se quedó atascada antes de llegar a la orilla.

Leo el titular de portada de El Diario montañés
Expectación ante el desembarco
Y en mi cabeza le doy vueltas a la siguiente melodía y al siguiente video.



Hay que fichar a Benzemá. Y luego, más tarde, en Darfur hay más petróleo que en Arabia Saudí y nadie dice nada, nadie dice nada.

El policía del detector de metales del aeropuerto se pone nervioso ante mis dos tarros de cristal. Y ocurre el siguiente diálogo:

No puedes pasar miel al avión, me dice.
No es miel, es paella. Paella de mi madre, le replico.
En ese caso adelante

Dejo a un amigo en la cola del avión a Barcelona, que corre casi paralela a la cola del avión a Madrid. Encantos de aeropuertos de provincia. Nos podemos despedir de fila a fila.

Desde el aire las playas de mis veranos no parecen tan grandes.