martes, 16 de junio de 2009

Ni de Tokio



Donde el autor empieza a escribir un reportaje sobre Tokio y no le sale.

Estoy en el trabajo y debería escribir un reportaje sobre Tokio, pero prefiero hablar de Valencia, Valencia capital, ciudad que conozco de forma fragmentaria desde pequeño

(cuando me llevaban a visitar a unas tías abuelas, o algo parecido, que vivían en pisos viejos de pasillos largos, y servían vasos de horchata y paquetes de fartons. Yo amaba los fartons, odiaba la horchata y en silencio miraba a mi padre hablar con esos seres legendarios).

De aquella época recuerdo también la Plaza Redonda (que sigue siendo muy pequeña y perfectamente redonda), la catedral al anochecer por donde andábamos rápido camino al coche, porque se decía que estaba llena de yonkis (aunque tal vez mi madre dijera drogadictos) y la carretera de regreso al Puerto de Sagunto, a la casa de mis abuelos, con una pequeña terraza y una cortina levantina como de fideos amarillos.

Mi abuelo quiso ser médico y terminó como viajante de máquinas de coser Singer. Entre medias fue maestro, luego contable de los Altos Hornos de Vizcaya en Sagunto, en donde sumaba, sin calculadora, grandes filas de números bajo las órdenes de un jefe vasco de mucho carácter que en una ocasión perdió un zapato en un tren camino a Gandía

(la historia finalizaba con mi abuelo riendo a carcajadas imitando al grueso vasco farfullando ante el jefe de estación la incoherente letanía: tren Gandía zapatos lleva).

Con frecuencia teníamos el siguiente diálogo: Abuelo: "¿Sabes quién es El Españoleto?" Nieto: "no". Abuelo: "un pintor de Játiva”. Abuelo: "¿Sabes cuál es la peor afición de España?". Nieto: No. Abuelo: "la del Valencia". También cogía un huevo entre las manos y me explicaba que el huevo era España y que los catalanes hacían un agujero en la parte superior del huevo y luego lo sorbían hasta dejarlo vacío. Imitaba el sorbido con fruición. Luego mis padres, durante los homéricos viajes de regreso desde Valencia a Santander (con paradas técnicas en algún lugar de Teruel,junto a tiendas de jamón sobrevoladas por supersónicos aviones militares), me decían que eso no era verdad, que el abuelo exageraba, que había que amar a los catalanes, que todo era culpa del fútbol.

Sí, el fútbol. También mi abuelo me hablaba de las seis copas de Europa y de Gento, la Galerna del Cantábrico. Que era cántabro, como yo. Zurdo, como yo. Madridista, como yo.

Guardo una foto de mi abuelo cocinando una paella en el garaje, con bombona de gas, sin leña ni el aroma a jazmín de las novelas de Manuel Vicent, pero con una sonrisa inmensa, en cierta manera un gesto excepcional en un hombre más bien taciturno. Alguna vez, pocas, me habló de la guerra, de su captura por los italianos (nos trataron bien, el problema fue cuando nos entregaron a los españoles), y del recibimiento del cura a las puertas del campo de concentración de San Marcos, en León (acabáis de perder una guerra y no tenéis derecho ni al aire que respiráis), y sobre esas historias yo escribí cuentos que ganaban premios literarios en el instituto, cuentos que luego las chicas leían y me sonreían por los pasillos. Luego ya no gané más nada. Bueno sí, la séptima copa de Europa, pero mi abuelo no llegó a tiempo. La última vez que le vi fue en un parque en Madrid y me dijo que me echaría de menos. Luego yo me subí en un tren con destino a Logroño donde intenté enamorar a una chica que finalmente se enamoró de otro. Al final tampoco me ha salido un reportaje de Valencia. Ni de Tokio.

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