Vi a adolescentes tirarse de cabeza a la bahía, como si fueran las estatuas de los rakeros, y pensé que Santander empieza a imitarse a sí misma tal y como debió de ser hace cientocincuentaños o tal y como se la imaginó el escritor costumbrista José María Pereda hace cientocincuentaños, cuando escribía estampas elegiacas sobre pescadores que huían de galernas a bordo de una trainera
(A Pereda, que probablemente jamás se subió en una trainera, le asesoraba en temas marinos su amigo Fernando Pérez de Camino, un médico rico, y por lo tanto ocioso, que pintó el cuadro de arriba. La isla que se distingue al fondo es la isla de Mouro)
Y el día en el que se celebraba el campeonato regional de traineras vi en el paseo marítimo a seis barcos pesqueros descargando cestos amarillos llenos de pescado fresco. Los pescadores (del barrio pesquero y del mismísimo Africa, los primeros tatuados y los segundos con enormes katiuskas amarillas) procedieron a regalar su captura, a gritos y como protesta contra un puente, entre el asombro de algunos paseantes que corrieron a buscar bolsas y ponerse a la cola, y el bochorno de otras damas más finas que, al ver a sus madres acercarse al corrillo de escamas y plástico, gritaban cosas como: pero mamá, ¿qué haces?,
que es una frase que denota a la vez
reproche
y vergüenza
reproche por cómo se te ocurre caer tan bajo
y vergüenza de qué pasaría si alguien nos viera o peor aún si nuestra foto saliera en El Diario Montañés
Yo conseguí tres bolsas llenas de caballas y chicharros. Esa misma noche mi madre sacó las tripas a los pescados (y yo los iba colocando, a continuación, debajo del grifo) y mientras tanto me hablaba de algunos emigrantes castellanos de su pueblo que fueron a trabajar al País Vasco y que tuvieron hijos que luego fueron terroristas. Uno de ellos se mató hace muchos años poniendo una bomba. La otra, una chica, fue detenida hace un mes. Luego yo le pregunté si ella, de pequeña, en los 50, comía pescado en su pueblo de Castilla.
Y me dijo que sí.
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