miércoles, 15 de julio de 2009

Las correcciones de Lola

Donde el autor prosigue con sus clases prácticas de periodismo.

Aquel verano trabajé rodeado de mujeres, entre ellas una jefa de ojos azules, que se llamaba Ana, y que olía a crema de playa y a tabaco negro. Recuerdo con devoción las correcciones de Lola, sus grandes y puntiagudos pechos, su cara de niña envejecida. “Crece la necesidad y posibilidad de tormentas”, tituló hace años, mucho antes de que yo llegara, el parte meteorológico del mediodía. El amarillento teletipo (pronúnciese despacho) colgaba todavía en el corcho de la redacción, junto a las fotos de los consejeros regionales del último gobierno (que convenía aprenderse de memoria, como la tabla de los elementos y que luego he olvidado, como las valencias de la tabla de los elementos).

Lola se sentaba a mi lado y tecleaba mi ordenador, subía y bajaba por mis frases y mis párrafos en busca de errores gramaticales y de forma (el espacio después de la coma, la mayúscula, qué decir de las comas) y añadía muletillas como “informó hoy” para rematar siempre la última línea del primer párrafo de todos los comunicados del Gobierno. A Lola podía hacerle cosquillas mientras me borraba palabras y Ana, desde lejos, nos dejaba hacer. Todos fumaban. Algunos sabían teclear utilizando los 10 dedos, como C. (que lo sabía todo, trabajaba mucho y bien, me hablaba de traineras y no era feliz), y otros, como yo, pisábamos las letras a cuatros dedos, dos por mano, con lentitud de aguja de gramófono.

R, que escribía a dos dedos, uno por mano, fingía las correcciones con un dedo en los labios, como si mandara callar a la pantalla y finalmente enviaba mis noticias intactas. Compraba mi silencio con cigarros que caían del techo. Yo interpretaba su pereza como confianza en mi prosa y fumaba tranquilo. “Trabajando por dinero”, solía contestarme. Él me enseñó la felicidad de la prostitución profesional, la saludable costumbre de no tomarse el trabajo demasiado en serio. M. era intransigente y cariñosa (o tal vez yo demasiado pusilánime), especialmente dura en las correcciones del mediodía y más laxa a medida que pasaban las horas y crecían los comunicados. En cualquier caso, siempre eran notas aburridas, mecánicas. Te consolabas con ese latiguillo de la profesión de que el periodismo se aprende en las agencias. Y en sucesos. Y sin latín es imposible aprender a hablar y pensar correctamente, que decían mis profesores en el instituto, en el fondo, sin mucha convicción.

No fue un verano especialmente lluvioso, pero comencé a escribir un libro que titulé "La inutilidad de los paraguas". Es importante acumular títulos, aunque luego no escribas los libros.

Al año siguiente marché a Canarias. La redacción de Tenerife estaba situada en un viejo edificio de oficinas sin aire acondicionado junto al puerto, en una estrecha calle peatonal con vistas al mar. La oficina de enfrente pertenecía a la consignataría de buques Southern Agencies, en donde trabajaban dos o tres personas, creo recordar, una secretaria siempre de espaldas y un anciano trajeado, aunque puede que mienta. En mañanas de muy poco trabajo nos reuníamos en torno a una mesa redonda situada junto a la ventana. Pasábamos (decir leer sería excesivo) las hojas de los periódicos locales en busca de noticias de Efe, y a veces asomaba la cabeza en la redacción algún oficinista de otra planta para preguntarnos, a modo de saludo, por las últimas noticias del mundo y de la isla, como si el redactor asomado a la ventana y los dos becarios acariciando periódicos perteneciesen al eléctrico y vertiginoso mundo del periodismo, como si aquel pacífico pelotón tuviera, a mediados de agosto y con vistas al mar, alguna información relevante sobre los secretos movimientos del mundo.


p.d: "no confundir coletas con escotes", oigo a mis espaldas.

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