jueves, 26 de marzo de 2009

Todos los caminos están abiertos



Donde el autor descubre a una periodista suiza que en los años 30 se dedicó a viajar por los territorios más inhóspitos de Asia para contarlo luego con un estilo a veces elegiaco, casi siempre victimista, en ocasiones conciso como una crónica periodística o con delirios de mártir,por momentos irritante y siempre devastadoramente triste.

Abdul,el poeta frustrado que quiere escribir una epopeya épica sobre los nómadas del desierto, acaba de leer dos libros de Anne Marie Schwarzenbasch, Muerte en Persia y Todos los Caminos están abiertos.

Los libros se los dejaron olvidados en el hotel unos periodistas españoles que estuvieron por el desierto en diciembre para escribir un reportaje para un revista de viajes. Él les invitó a su hotel, les ofreció comida y guía, les introdujo en los patios más hermosos de las kasbahs más desconocidas,les paseó por el pueblo, les defendió de una turba rabiosa cuando el fotógrafo intentó hacer fotos a una comitiva nupcial, les llevó a la única tetería donde televisaban el Barça-Madrid. Ellos, por su parte,se rieron de él.

De noche,siempre que termina de leer un libro, Abdul sale a pasear para relajar su cabeza, reducir su excitación y poder así conciliar el sueño. Nunca se aleja demasiado del hotel y siempre deja las luces encendidas. Hoy se ha quedado un rato mirando el hueco iluminado de la puerta y la ventana, y el claro de luna en el cielo, mientras piensa en esa chica caprichosa y atormentada, que es capaz de abandonar una clínica de desintoxicación para llenar un coche de mapas y cámaras con el que atravesar estepas,desiertos y cordilleras,sola o acompañada de otras muejeres, y que enferma de malaria, compra vodka en fumaderos de opio para luego emborracharse con los arqueólogos de Persépolis, que se enamora de mujeres tuberculosas vigiladas por padres terribles, que se martiriza en la búsqueda de lo extraterrestre y lo inhumano y que de repente, una noche,siente miedo al atravesar un jardín persa rodeado de altas tapias de barro o al escuchar desde su cama los gritos de los arrieros empujando a los camellos.

Abdul acelera el paso hasta el hotel y cierra la puerta sin mirar atrás.
"Pero a mi las campanillas de mis dromedarios no me dan miedo", intenta tranquilizarse.
Será mejor irse a dormir. Mañana viene un grupo de jubilados franceses.

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