lunes, 2 de marzo de 2009

Los Jardines colgantes de Babilonia



Donde el autor rescata uno de los extraños cuentos (o más bien un borrador o un apunte para un cuento) escritos por Alonso Pereda durante la Guerra Civil. Aunque algunas de las historias aquí mencionadas si se incluyen en el libro ‘Apocalipsis rojo’ de 1941, el relato que nos ocupa es inédito. Desconoce el autor si la censura franquista vetó la historia de la mujer asesina o si fue, por el contrario, el propio Alonso Pereda quien prefirió eliminarlo de la edición final. No se pronuncia el autor sobre la posible veracidad de la historia.

Todas las noches yacía con un hombre distinto, a quien mandaba asesinar a la mañana siguiente.

Formaba su guardia personal un mendigo poeta, un obrero anarquista y el hijo pequeño de una familia de la alta burguesía de Madrid.

Al principio, fue un degollamiento. Nos imaginamos al obrero anarquista, a quien ella ha conocido durante sus primeros meses de hambruna en Madrid, vigilando la casa de su amada, amante, amiga, protectora; nos imaginamos a un hombre que abandona la casa poco antes del amanecer y que una vez en la calle busca lumbre en los bolsillos de su chaqueta. Con la primera calada llega la primera puñalada torpe y débil. El amante se revuelve contra su agresor y, ahora sí, el obrero anarquista logra cercenarle el cuello.

El segundo amante muere envenenado en una cafetería; el tercero cae a las vías del metro. Durante una época se divierten fingiendo suicidios y los amantes aparecen ahorcados en sus habitaciones o desangrados en sus bañeras. A veces actúan por separado, en otras ocasiones los tres juntos. A veces eliminan al amante esa misma mañana, siempre lejos de la casa. Más tarde descubren el placer de la espera y la persecución, del tormento y el acoso minucioso.

Pasan los años.

Siguiendo la pista de un banquero desaparecido, un inquieto redactor de sucesos del diario El Sol llega una tarde a casa de la reina. Siguiendo sus piernas y sus caderas aparecerá flotando en el Manzanares. Sus compañeros atribuyen su muerte a un crimen político y Ortega y Gasset escribe un encendido editorial denunciando la crispación política, y exigiendo una inmediata investigación.

Llega la guerra y matar es en esos años más fácil. “Quiero un condenado a muerte”, anuncia una noche la reina. Y el obrero anarquista acude a la cuesta de San Vicente donde cada noche mueren fusilados varios falangistas, quintacolumnistas y enemigos del pueblo. Esa noche de fabulosos bombardeos sobre Gran Vía aparezco yo en escena. Tengo 25 años, estoy borracho y me van a fusilar. Por espía, por supuestas señas luminosas hechas desde mi piso de Pintor Rosales, por los discursos radiofónicos de mi padre desde Sevilla. Voy a morir, posiblemente denunciado por un brigadista polaco con quien he compartido cama, mujer y botella de orujo la noche anterior.Un miliciano me señala, muestra unos papeles a los soldados que me escoltan y de pronto me suben a un coche. Madrid retumba y yo duermo.

Me despierto junto a ella. Me da de comer, me dice que me tumbe en la cama. Mientras me acaricia la espalda me cuenta divertidas historias de vampiros respetables que hacen tertulia en el Ateneo. Me habla de un burdel secreto para altos mandos del ejército nutrido exclusivamente por monjas traídas de toda España. Hermosas monjas, añade. Me habla de presos enterrados vivos en los sótanos del Palacio Real, de una cárcel gigante en el frontón de Recoletos. De una bomba capaz de destruir una ciudad en diez segundos. De monstruos marinos diseñados en laboratorio. De una ola gigante saliendo del estanque del retiro que baja por Alcalá hasta cubrir la estatua de Cibeles.

Esa noche yace conmigo, pero no me manda asesinar a la mañana siguiente.

En su lugar me explica la historia que yo te cuento ahora. Me explica que a la mayoría los matan esa misma mañana, a otros pasados varios días, pero que a mi me van a matar dentro de muchos años, porque así es más divertido y porque yo soy un superviviente. Que ella misma se encargará de que siga vivo hasta que llegue el momento. Me acompaña a la puerta, me da un beso de despedida. En la calle distingo una sombra, pero no me sigue. Tiene tiempo. Tienen tiempo. No hay prisa. Tienen toda la vida por delante para matarme.

No hay comentarios: