Donde el autor rebobina y ni siquiera en la ficción es capaz de apretar el pause.
Fue una mañana intensa para los alumnos del instituto Las Llamas de Santander. El profesor de latín dijo que estaba hasta los huevos de que Julio César se retirara a los cuarteles de invierno en una de cada cuatro frases traducidas. Cerró la puerta suavemente y no volvió jamás.
La profesora de gimnasia, una anciana pequeñita con un estuche lleno de bolígrafos de colores, les alertó contra los peligros del dopaje y les ordenó tumbarse en el suelo y respirar repetidamente como si fueran hojas cayendo de un árbol.
El de física, un tuno grueso y sudoroso, se deleitó 35 minutos dibujando en el encerado la locomotora del tren de alta velocidad A que salía de Madrid en dirección a Barcelona. Por falta de tiempo, el tren que a esa misma hora partía de Barcelona se redujo a un dibujo esquemático en forma de suela de zapato. Llegó la hora de comer sin que nadie supiera a que hora exacta ocurriría el terrible accidente. Para entonces, el falso rumor sobre la caída de la torre de Pisa había prendido con fuerza por todos los pasillos.
Los alumnos de griego no dieron crédito a sus oídos cuando la profesora anunció que había matado a su pollo Polibio y que estaba delicioso. Gracias a dios, el gato Herodoto seguía vivo, gordo, inútil, feliz.
El de dibujo, a quien le faltaban tres dedos, volvió a amenazarles de manera abstracta y exigió alzados, bases y perfiles de extrañas construcciones cubistas.
A la profesora de inglés, tierna y joven de vuelta y vuelta, le bailaron, bajo el jersey de punto, sus puntiagudos pechos más de lo normal.
El de lengua les exigió una redacción sobre la primavera, que se colaba intensa por las ventanas amarillas.
El de Ética les pidió que se inventasen un país, un himno, una bandera y una constitución y los alumnos rellenaron franjas de colores horizontales y verticales con el mimo de quien rellena una vaca, un sol, un árbol, un arcoiris, una ola, un tiburón.
La de Historia del Arte proyectó diapositivas de capiteles románicos, pero la oscuridad del aula y el sueño produjeron monstruos en la imaginación de algunos alumnos, curiosamente los mismos que meses atrás creyeron ver en la venus de Milo el torso desnudo de un hoplita griego y la cúpula de Brunelleschi en el cimborrio de la catedral de Zamora.
La de literatura ventiló la generación del 27 como quien despliega las fichas del risk para conquistar el mundo, con nombres, fechas y llamadas al sacrificio.
El sustituto del profesor de música pronunció “Buenos Aires arrabalero” hasta cinco veces en media hora y eligió a una pareja al azar para bailar un tango delante de toda la clase.
La de francés preguntó amenazante si alguién sabía quien era Proust y los alumnos, atemorizados, acercaron sus sillas y sus cuerpos, por miedo y por el morbo del contacto físico.
Un alumno de letras puras cerró los ojos muy fuertes con el absoluto convencimiento de que al abrirlos, habría ocurrido por fin el milagro, y que el mundo (al menos el instituto) aparecería congelado ante sus ojos.
Pero al abrir los ojos el mundo seguía moviéndose.
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