Visito una embajada en compañía de mi jefa.
Entramos a la biblioteca y le entregamos nuestra revista a una secretria silenciosa y fea, que pasa las hojas muy despacio, como si las estuviera contando. Aparece el embajador, bajo y gordo. Hablamos de hoteles y él sonríe, como quien recuerda de pronto, una playa en el norte a las 8 de la tarde: yo tengo hoteles, afirma el embajador, sin darse importancia.
Hablamos de restaurantes y el embajador vuelve a sonreir, como quien, en soledad, se dispone a untar un huevo frito con los bordes churruscados: yo tengo restaurantes, afirma el embajador, relamiéndose los labios.
Hablamos de gente famosa, de celebrities del país que pudieran posar ante nuestras cámaras, y el embajador sonríe como quien encesta por tercera vez consecutiva, desde su silla, sin apenas ángulo, una bola amorfa de papel albar en un lejano cubo de basura: yo tengo una nuera que es actriz y es muy guapa, dice el embajador, que nos enseña una foto de su nuera que, en efecto, es actriz y muy guapa. Y que está casada con su hijo, que es congresista.
Hablamos de compañías aéreas, de clubes privados, de cascos viejos y, entre líneas, de dinero, un tema siempre incómodo y sucio en las conversaciones entre los corresponsales del glamour y los poseedores de países. El embajador nos enseña una foto de sus nietos y su mujer.
Obviamente, sonríe.
Fin.
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