martes, 15 de marzo de 2011

Un tal tuíter

Donde el autor acude al congreso de periodismo digital de Huesca y se vuelve prehistórico
Todo el mundo hablaba de un tal tuíter, a quien citaban en una pantalla gigante situada detrás de los ponentes, a la manera de los sms en los programas del corazón y en las tertulias del Gran Hermano.
Delante del escenario, unas 20 filas de gente con ordenadores, porque la atención al discurso de un congreso digital ha de ser fragmentaria e hiperactiva e infinita, como el propio universo digital. Tiene sus ventajas: así, por ejemplo, puedes estar chateando, viendo fotos de Facebook o vídeos de motos en youtube a modo de hipertexto. No está claro que enriquezca el discurso del ponente, pero al menos lo hace más llevadero. Un avance respecto al mundo analógico en donde la única brecha escapista del alumno o el oyente era pintar la mesa o mirar al techo o espiar el cuello de alguna hermosa oyente adyacente.
Aún así, escondidos en las filas de atrás, al margen de los avances tecnológicos, había dinosaurios despistados que se limitaban a escuchar y apuntar en una libreta de papel cero punto cero.
Siempre he desconfiado de los contertulios irritados, que recetan lemas, mientras se revuelven ofendidísimos en sus sillas, gimiendo por la falta de independencia de los medios tradicionales y exigiendo, con énfasis de dictador, más libertad y más compromiso. Alguna alusión libertaria contra la ley sinde y aplausos del juvenil tendido digital, que solo reacciona a discursos cuya complejidad argumental pueda resumirse en 140 caracteres. Un fogonazo, un retweet y vuelta a las motos.
Lo mejor del congreso, Alfonso Armada: “estábamos un grupo de periodistas en la cafetería de la ONU y hacíamos lo que siempre hacen los periodistas: quejarnos y llorar. Y entonces decidimos montar nuestra propia revista digital, FronteraD.”

sábado, 26 de febrero de 2011

Lecciones de vuelo con Mathias Rust



Estando mi madre embarazada, mis padres salieron en coche desde Madrid hacia arriba, sin rumbo. En Francia estuvieron dos días metidos en una tienda de campaña, esperando a que les arreglasen el coche y no paró de llover. Luego siguieron avanzando hacia el este. Vieron un cartel que ponía Dubrovnik y ellos nunca habían oído hablar de Dubrovnik. Llegaron a Sarajevo. Aparcaron el coche con matrícula española y se les acercó un hombre que hablaba perfecto español con acento caribeño. "Soy profesor de serbo-croata en La Habana", se presentó, y les hizo de guía por la ciudad. Compraron un tren de madera.

Le explico a mi primo J. que un barco cargado de dinamita de contrabando explotó en el puerto y mató a 500 personas. Mi primo J. me dice que yo siempre he sido el preferido de la abuela, a lo que yo le replico que ella a veces me llama J. Ríe con un dyc cola en la mano. Mi primo tuvo una novia que le quiso tanto que si siendo de noche él le decía que era de día ella decía que era de día.

Mi padre se lamenta del chuletón de buey demasiado frío. De postre caminamos cuesta arriba envueltos en una nube con olor a moñiga. ¿Para que criarán tantos caballos? Para carne. ¿Y quién come carne de caballo? Los franceses comen mucha carne de caballo. Yeeeeeegua, grita un pastor con los pantalones caídos.

En algún sitio de Eslovaquia, viajando entre Praga y Budapest en un tren nocturno, se subió una mujer gorda. Se puso a tejer una bufanda y me pidió con la mirada que apagase mi cigarro. Ronaldo estrella un balón en el palo y vamos a perder la liga.

 En 1987 Mathias Rust alquiló una avioneta Cessna y cruzó el Báltico en dirección a Rusia. Los radares soviéticos le confundieron con una manada de gansos y volando bajo por encima de las vías del tren llegó a Moscú, donde aterrizó en la Plaza Roja. Agentes de la KGB lo detuvieron y fue condenado a cuatro años de cárcel, de los que cumplió 14 meses, compartiendo celda con un profesor de inglés ucraniano.

¿De qué hablaron el piloto alemán y el profesor ucraniano en su celda de la prisión de Moscú en 1987?


 



miércoles, 12 de enero de 2011

Anuncio inmobiliario

La primera vez que vi a la vecina de la fachada de enfrente fumando acurrucada en el balcón, rodeada de una manta, pensé de inmediato en una figura trágica, pero atractiva. Rubia, pelo largo, delgada, aparentemente lánguida. El malentendido duró lo que tardé en escuchar su voz irritada e irritante. Le gustaba hablar por teléfono mientras fumaba en el balcón y contarle las miserias de su jornada laboral a su novio, una borrosa figura mitológica que nunca se asomó a la ventana, y a quien yo distinguía siempre en segundo plano, sentado en el sofa frente al televisor. Ella quejándose siempre de todo. Es enfermera, deduzco, y no creo que nadie pueda ser feliz a su lado. Una pena. Las noches en las que se iba la luz de las farolas y la calle se quedaba completamente a oscuras, los chispazos rojos de su cigarro iluminaban mi insmonio con plasticidad de película de espías. Yo pensaba en todo lo que puedo pensar de madrugada cuando no duermo y era agradable ver un faro enfrente.

La vecina gorda y vieja de pelo rojo, un poco a lo Calaf, pero en versión exenta de glamour y plena de miseria, subía asfixiándose las escaleras. La distinguía por los sonoros escupitajos y por sus gemidos. La primera vez que los escuché pensé que eran los vecinos follando y me excité ante la cercanía de esos gritos de placer cada vez más cercanos. Que extraño confundir la asfixia de una vieja alcohólica subiendo las escaleras con las de una chica joven follando. Otro malentendido. Lo cierto es que durante mucho tiempo no escuché a nadie haciendo el amor en el edificio, hasta que un día oí por el patio interior (un espacio siempre proclive al erotismo de sujetador colgado con olor a cocido y bochorno veraniego entre tendales), a una verdadera pareja de amantes cósmicos. Daba gusto escucharlos, por intensidad, duración y entoncación. Algo verdaderamente fabuloso. Escuché y escuché hasta que terminé por sentirme un amante mediocre.

Luego llegaron los guris de abajo. Siempre eran guiris los de abajo y yo siempre los odié con fe inquebrantable. Primero fueron una inglesas con vozarrones de gospel y esa risa británica de niña exagerada. Ahora, mientras escribo, hay algo parecido a un americano o varios. Es imposible trazar una estadística fiable en los pisos de estudiantes. A veces se le escucha follar, traqueteo final de cama contra la pared, pero el sonido predominente que sube hasta mi salón es un indescriptible grito de orangután. A veces cuando bajo las escaleras está su puerta abierta y huele un poco a mierda, como mi antigua casa de Getafe.

Luego está el camión de la basura, con el que aprendí a obsesionarme como una maldición. Mad Max exterminando dinosaurios de hojalata entre gritos de zarzuela épica. O algo parecido.  La clave de su poder intimidatorio radica en su triple naturaleza de suceso sobrenatural infinito, nocturno e impredecible. Algunas noches conté hasta cinco camiones diferentes y nunca parecían repetir el horario. Escuchabas el rumor del último camión sin saber si se trataba del último camión, lo que creaba un efecto de amenaza constante muy eficaz.

Cuento las cosas malas, porque las cosas buenas me las quedo para mi. En esta casa, con estos sonidos de asfixias, polvos vecinales y camiones de basura en lucha interlagáctica, empecé a escribir este blog. La rutina era siempre la misma. Escribir, colgar, lavarme los dientes y volver a la cama, donde tenía siempre el mismo cuerpo a mi lado.

Me pregunto cómo será escribir el blog a partir de ahora.