Hace dos años monté con unos amigos una editorial.
Siendo románticos, me consideré un insensato, pero luego el Gobierno me
ascendió a emprendedor y empezaron a caerme caricias de tertulianos y suplementos
económicos. Habíamos montado una editorial, entre otras cosas, porque nos salía
de los huevos, pero la verdad, me explicaron más tarde, es que estábamos
levantando el país y que por cada nuevo millón de parados nuestro nombre
volvería a ser citado con la misma fe con la que Cospedal se encomienda a una
transparente auditoría externa. Si Johnny cogió su fusil, el emprendedor se
puso las pantuflas y se dispuso a refundar el capitalismo en una caída libre
desde la cama al despacho sin pasar por la ducha y yo con estas pintas.
La exuberancia del emprendedor pasar por no salir nunca de
su casa, así que cuando la ministra Virgen de Fátima anunció una alfombra roja
para emprendedores, yo me acordé inmediatamente de la alfombra marrón, en
verdad moqueta, de mi despacho, en verdad la habitación al fondo a la derecha.
Cambié la rutina de oficinista explotado a caserista
autosecuestrado: no voy en bici al trabajo, sino en pijama. Ya no salgo a la
calle a fumarme el cigarro con los compañeros, sino que me lo fumo delante de
la pantalla espolvoreando ceniza en el teclado como un panetone de nicotina,
sin que hasta la fecha haya encontrado el comando de limpieza. En los descansos
voy a la cocina a fregar platos y le doy cera con el mismo rictus de locura con
el que respondo a los correos. A falta de compañeros a los que gritar he
golpeado armarios decorados con papel de grecas en forma de ameba; he buscado
adjetivos colgando calcetines en el tendedero desplegado en mi despacho como
una pesadilla de suplemento de decoración; he fantaseado con la vida ahí fuera
mirando por la ventana, codo a codo con mi gato, el único animal más casero que
un emprendedor.
Pero también hay excitantes salidas al exterior. He
recuperado el carro de compra de mi abuela para llenarlo de libros y pasar la
mañana en Correos, ese templo que
combina la severidad aleatoria de una antigua frontera soviética con el
chisporreteo bullicioso de una pescadería de barrio. En ocasiones me visto y me
ducho para bajar al banco y pedir que me quiten las comisiones de la cuenta de
empresa. De alguna manera, tal vez mirando el saldo de la cuenta, siempre
terminan por descubrir que soy emprendedor y no empresario, y como tal me
despachan metiéndome, entre sonrisas y guiños, una nueva comisión por el culo.
A veces me despierto a media noche gritando el CIF de
empresa. No tengo futbolín ni máquina de coca cola. Mi novia pincha cumbia en
bucle mientras releo por quinta vez el mismo libro que vamos a publicar. Los
domingos de resaca suceden en el mismo espacio que los lunes de curro. He visto
a las mejores mentes de mi generación destruidas por el autoempleo, pero eso a
mi no me incumbe: Yo no soy una gran mente y yo no estoy loco. Yo no estoy
loco, aunque en la pared de mi despacho, en verdad la habitación del fondo, luce
un enigmático mapa geológico de la comunidad de Madrid.