jueves, 11 de marzo de 2010

Irlanda es una cajetilla de cigarros


Donde el autor prosigue su periplo australiano centrándose en esta ocasión en una ciudad infame, de nombre Alice Springs, sita en el corazón del desierto, en donde conviven blancos supuestamente felices y libres, aborígenes alcoholizados que se apartan las moscas con los brazos (y muy lentamente) en vez de con las manos (y a sacudidas). Un lugar en el que, si te despistas, puedes acabar bebiendo por las noches junto a un fontanero irlandés.



El primer aborigen que ves en Australia, en una tienda de souvenirs de Melbourne, es un niño sonriendo en una postal color sepia. El segundo es un zombie alcoholizado sentado en Alice Springs, mutilado, que se aparta las moscas lentamente con el brazo y vende en silencio cuadros de motivos geométricos e inocentes acuarelas del desierto. A su lado, un grupo de chinos pasean un dragón de colores. Millones de moscas. Por inercia, te compras un sombrero de alas grandes que mantenga toda tu cara en sombra.

Esos motivos geométricos los has visto una horas antes, acompañados de búmerangs flotantes, en los vestidos de las azafatas de Qantas. Vestidos plomizos envolviendo mujeres sólidas.

Intuyes que los aborígenes pueden ser un buen tema de conversación para los próximos días de carretera, aunque luego comprobarás que el guía prefiere hablar de animales, a ser posible pájaros, y plantas. Los eucaliptos son muy resistentes. Los pájaros, de colores. Los caballos, salvajes. Los camellos (traídos en el siglo XIX desde Afganistán y Oriente Medio) muy divertidos de cazar desde el coche y con lazo. Los canguros pueden matarte por aplastamiento. También me habla de piedras. El problema es que a mi me falta perspectiva geológica. Las cifras de millones de años no me impresionan. Es más, me suenan a cifra aleatoria, a gran estafa, a conjura científica. En ese sentido, soy más jesuita; me muevo mejor en cifras bíblicas, todo el universo concentrado en unos pocos miles de años.

En 1872, no me pregunten cómo, era posible mandar un telegrama desde Sidney hasta Londres. Para eso hubo que colonizar el desierto mediante estaciones de telégrafos que recorrían la isla desde el sur hasta Darwin, en la costa norte. Un cable submarino atravesaba luego el Mar de Timor hasta Java, y desde ahí a través de Asia y Europa, all the way until London. Los mensajes tardaban siete días en llegar.

Por eso existe Alice Springs, en donde se instaló el puesto de telégrafo más importante del centro del país. Un museo lo recuerda. Otro museo recuerda la fundación del servicio aéreo médico Royal Flying Doctor Service, que extendió la cobertura médica a las zonas más remotas del país a través de pilotos conectados por radio con los médicos de la lejana Darwin. La lista de museos es larga, nuestra impaciencia creciente. Hay también un parque que recrea el desierto en mitad del desierto. Con tanto éxito que nos encerramos en la cafetería con aire acondicionado bebiendo a chupitos una botella de agua de litro y medio. Frustración de domingo por la tarde. Nos sentimos abandonados y ridículos. Vagamente desgraciados. Y todavía quedan las galerías de arte aborigen. Llegó el momento de las grandes frases, del golpe en la mesa. Suelto la bomba, mirando fijamente a los ojos del guía, vocalizando lentamente, como dando a entender que mi frase no es una boutade, sino una reflexión fruto de años de estudio: “You know, I think aboriginal art is overstimated”.

El guía, un profesional, no parece impresionado.
Visitamos la galería de arte de aborigen.
Me acuerdo de las azafatas de Qantas

Una larga historia la conquista/descubrimiento del desierto australiano. Los anglosajones han preferido siempre mostrar al mundo el lado más épico de sus viajes, desde la derrota de Scott en la Antártida, hasta la milagrosa supervivencia de Shackleton tras quedar varado en el hielo. Yo prefiero la expedición de Robert O ́Hara Burke y William John Willis: en 1860 partieron de Melbourne aclamados por prensa y público con el objetivo de atravesar el país ahí por donde más duele, el ignoto desierto, y en verano. La comitiva partió con 700 kilos de azúcar y una completa colección de mobiliario estilo chippendale, en donde no podía faltar “un gong chino, un escritorio, una pesada mesa de madera con taburetes a juego y un equipo de cepillos para caballos” (En las Antípodas, Bill Bryson). Con tanto equipaje, apenas había hueco para agua y víveres. La excursión acabó como acaban estas cosas.

El taxista que nos llevó del aeropuerto al hotel era originario de Sidney y llevaba 30 años viviendo en Alice Springs, pero su forma de hablar me hizo pensar que era el superviviente de la expedición de los 700 kilos de azúcar. O uno de los primeros colonizadores de Australia (presos trasladados a la fuerza desde Inglaterra), a quien un compañero había vendido un falso mapa para llegar andando a China. “Primero se fueron mis hijos, luego mi mujer y ahora estoy libre. Me encanta esto. Buen tiempo y sin los agobios de Sidney. Siempre me ha gustado todo lo.... todo lo espiritual. Aquí tenemos de todo”, dice señalando a un Kentucky Fried Chicken, patrocinador, por cierto, de la selección australiana de críquet.

Por la noche, un fontanero irlandés se sienta a mi lado. Bebe whisky y cerveza. La conversación gira en torno a tres ideas centrales:

1- Irlanda está hecha una puta mierda y antes que quedarse en casa y volverse loco, ha preferido buscar trabajo en Australia para luego volver a Irlanda y comprarse una casa grande. Muy grande.

2- Australia es una mierda, los australianos son ignorantes, lentos y vagos y se ríen de su acento. Un fontanero irlandés equivale a diez fontaneros australianos.

3- Las mujeres españolas son hermosas y el futbolista Henry un caballero por reconocer que la tocó con la mano.

El fontanero irlandés, a diferencia de los taxistas australianos, sí siente nostalgia por su casa.
El fontanero irlandés me explica el mapa de Irlanda sobre una cajetilla de cigarros con la foto de un bebé incubado. Su pueblo está en la parte de abajo de la cajetilla, a la izquierda, “y creéme, coges cualquier rincón de Australia y lo hay mucho más bonito en Irlanda”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Quiero ir a Australia, encontrarme con los mismos paisajes y personajes que tú y vivirlo como solo tu cabeza puede vivirlo.

Siento nostalgia al leer tus palabras aunque nunca haya estado por la tierra de los aborígenes alcoholizados.

Polaco en Rotterdam.

Ambrosius de Königsberg dijo...

polaco, piensa que tú en Cabuérniga también eres aborigen. No hay más que verte caminando descalzo por pozas con sabor a chicle de clorofila después de comerte un kilo de chicharros a la brasa