martes, 26 de enero de 2010

Visit Armenia

Monumento en memoria del genocidio armenio, en Ereván.

Donde el autor hace turismo a la manera de los Mad Men

A nadie le gusta Fitur, salvo a mi.

Me gustan las conversaciones tipo

¿dónde está Francia?,
nos vemos en Tailanda,
hay sorteo en Grecia
.

Me gusta ponerme zapatos una vez al año y camisa por dentro y jugar a comercial en pabellones de colores forrados de moqueta. Me gusta sentirme viajante de feria de convenciones. Me gusta sacudir manos, sonreir, fingir asombro y sorpresa al reencontrarme con colegas de profesión, deslizar maledicencias cínicas entre caña y canapé, sentarme y que me hagan la pelota, reir gracias, poner nervioso al guardia de seguridad del stand israelí que, apoyado en una columna de Italia (el atlas de Fitur es inescrutable) vigila a los transeúntes bomba, mientras una pareja en bañador, posiblemente de una ETT de Móstoles, juega a las palas en mitad del pasillo imitando, imagino, una estampa marítima de las playas de Tel Aviv. El plato de macarrones, todo hidratos de carbono, ya casi desfallecido, a las 4 de la tarde. El cigarro en la puerta. Me gusta el tópico de la azafata rubia del stand de Suecia, la dignidad del anciano catalán que vende viajes a Armenia. Apoyado en la barra del stand, mientras ordena panfletos en una carpeta de colegial, nos ofrece una visión certera, eficaz y sin eufemismos sobre los flujos turísticos entre España y Armenia. Sin fatalismo, pero sin rodeos, como un artículo de The Economist recitado por un vendedor de máquinas de coser Singer. Rodeado de azafatas orondas de faldas largas como cortinas y tristes posters demodés, entre inocentes y melancólicos, en los que Erevan parece una ciudad de ciencia ficción de los 70, recién atacada por ovnis fálicos.

A nadie le gusta Fitur salvo a mi.


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