jueves, 29 de octubre de 2009

La gent normal



Donde el autor, por fin, escuchará a Manel en Madrid

miércoles, 28 de octubre de 2009

Confesiones de uno de los nuestros


http://marcosdelasheras.com


Donde el autor explica cómo llegó a convertirse en parroquiano de la "región ocultamente furibunda" y cómo, en vez de oscura, la encontró diáfana y con vistas.

A primera vista me pareció raro. Descabezado, sin jerarquía. Esas celdas de colores de la parte superior me supieron a quesito de trivial. ¿Por qué soitu y no soytu con y griega? Es posible que murmurara el nombre en voz alta, delante de mi ordenador, en mi oficina, para poner a prueba su sonoridad. Y soitu me sonó a yo-yo. Luego me descargué un widget de fútbol y seguí trabajando. Veredicto: "esto no en un periódico".

Pero volví. A segunda vista el diseño me siguió pareciendo raro, pero diáfano. Su falta de jerarquía informativa, un acierto. Empezaba a comprender que no ser un periódico al uso era una elección consciente, un acierto, el único camino posible. Pinché las celdas de colores y caí en diseño + arquitectura. Después vi el mapamundi de vídeojuego de Amstrad y apreté encima de varios de esos muñequitos de camiseta roja apoyados en continentes blancos que saludan al lector con el brazo.Veredicto: "me gustaría pasarme toda la mañana leyendo soitu", pero no lo hice, porque por aquella época yo era todavía algo parecido a un empleado ejemplar encerrado en google.

Alguién me comentó que soitu aceptaba colaboraciones de usuarios. "Ah, el famoso periodismo ciudadano, otros que se creen que van a reinventar el periodismo", pensé con aplomo de tertuliano. Es posible incluso que dijera la frase en voz alta y no es descartable que alguién me riera el dardo. Al fin y al cabo, somos una raza de tertulianos y estocadas. Nuestros intelectuales escriben cosas como "asomarse a esa inmensa taberna que son los blogs y foros de Internet, en España, le hace tener a uno la sensación de vivir en una región ocultamente furibunda, en la que más vale no entrar, si es posible"(Javier Marías).

Pero yo decidí sentarme en la barra y probar suerte una de esas mañanas de especial aburrimiento, de hartazgo de oficina y frustración profesional, y me lancé a escribir de corrido una especie de guía de viajes de Afganistán. Como yo por aquella época todavía era algo parecido a un empleado ejemplar y quería que mis superiores siguieran pensando que era un peón fiel, me vi obligado a combinar la excitación de la escritura automática con la vigilancia lateral. Clásica fórmula de oficinista díscolo: veo sombra, minimizo ventana de editor de soitu. Acerco mi cuerpo al ordenador, como un escriba cheposo, e inclinó la pantalla unos discretos grados a la derecha. Me estaba convirtiendo en uno de los nuestros y la postura era muy incómoda.

Y me quedé dentro de la taberna. Barra libre. Seguí leyendo, seguí escibiendo: en casa, en la oficina, aislado en el hospital Carlos III, dictando crónicas por teléfono, en la sala de prensa de Benicàssim, a cuatro manos y dos cañas, con Álvaro Llorca. Con el tiempo la barra libre dejó de ser metafórica y me encontré sentado en un tejado de Malasaña rodeado de redactores y usuarios de soitu a los que llevaba un año leyendo, haciendo equilibrios para no derramar la mahou sobre las tejas que jugaban al tetris bajo nuestros pies. Me acordé de Marías y pensé que mi "región ocultamente furibunda" tenía las mejores vistas de Madrid y banda sonora de Magnetic Fields.

Con ánimo capicúa, me despido de la misma forma con la tomé mi primer trago en soitu: con una frase en inglés convertida en haiku. Entonces a propósito del turismo en Afganistán. Hoy a propósito del periodismo en España:

finding beauty
amid the bomb craters
takes a little work


p.d: perdonen las posibles erratas; he vuelto a ser algo parecido a un oficinista ejemplar...



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lunes, 26 de octubre de 2009

María tenía un cordero pequeñito



Donde el autor lee, desde los cuarteles de otoño en Madrid y con envidia, la gran Mixtape Americana y se acuerda del año 1987 o 1988, cuando él mismo vivió en la región de los grandes lagos y viajó a bordo de un oldsmovile blanco-crema semidesnatado con matrícula azul.

Yo viví en Michigan, con mis padres y mi hermana, entre 1987 y 1988. En Okemos, East Lansing, Lansing, capital del Estado y patria chica de Madonna y Magic Johnson. En una hipotética guía de viajes sobre Lansing recomendaría la tienda de helados de la facultad de medicina de la Michigan State University, cuyo símbolo (el de la universidad, no el de la heladería) era un casco de espartano blanco sobre fondo verde, el restaurante-franquicia Red Lobster y mi colegio, Wardcliff Elementary School, donde cumplí, sin yo saberlo, con el el mayor hito iconográfico del nerd: con 8 años entré en el equipo de ajedrez del colegio, ganamos la liga local (y, humildemente, le gané a todo redneck que se me puso a tiro; por cada victoria una cinta azul) y me seleccionaron para jugar el campeonato estatal en Detroit. A mi madre eso de mandarme a Detroit le dio miedo y ahí terminó mi etapa de genio infantil. También me apunté al equipo de soccer, donde me esperaban como un mesías; no por algo yo en los recreos dejaba a mi paso un rastro de compañeros regateados como nunca antes hice -ni fui capaz después de hacer- en España. Yo era “from Spain” y el mister soñó victorias. El primer partido perdimos 8-1 y el entrenador, que concebía el fútbol como un futbolín de líneas estáticas en el que nadie podía abandonar su posición, los defensas en la defensa, los centrocampistas en el centro del campo, los delanteros, delante, todos clavados con tornillos invisibles al esplendor en la hierba, nos dijo “great job”. Bebíamos zumo en botella de gallon en el descanso, y la camiseta era reversible, azul y roja, pero perdimos igual todos los partidos. Todos menos uno, que empatamos a 2. Recuerdo el tanteo final porque nos empataron en el último minuto con un gol de panalty que yo provoqué al coger el balón con la mano dentro del area. Puto árbitro.

En el campamento de verano, mientras tiraba al arco, vi el cielo a punto de explotar o de sangrar o de centrifugarse, como una galerna manga saturada en photoshop, y sentí uno de los mayores pánicos de mi vida. Nos evacuaron en autobús al pueblo más cercano y todos mirábamos hacia atrás buscando el tornado. En clase de historia mi maestro letón explicó con grave mesura las matanzas de los españoles en el descubrimiento de América y mis compañeros me miraron medio censores, medio fascinados por tener delante a un descendiente de esa lejana raza de bárbaros genocidas. Por lo demás yo les ganaba a todos ellos en los spelling test, y en el playback que hicimos de She Loves you, de los Beatles, me reservaron el papel de batería, y el problema es que yo tocaba la batería un poco como mi entrenador concebía el fútbol, con líneas estáticas, golpe a la izquierda, golpe al centro, golpe a la derecha, y vuelta a empezar. Mi profesor letón (mamá, ¿dónde está letonia?), que se llamaba algo así como MR. Gatis Lusis, y tenía bigote, me animaba a desmelenarme y a golpear con furia y sin orden los platos de cartón. Pero a mí, obviamente, me daba vergüenza. La batería, vergüenza; el piano, aburrimiento. Mary had a little lamb, little lamb, little lamb. Que manera de acelerarme con el pequeño cordero de María. Más despacio, más despacio. Pantalones cortos verdes en mi primer recital ante unas 10 personas. El profesor de piano era vietnamita y nos invitó a cenar a su casa y nos sentamos todos en el suelo y mi padre tiró dos veces el vino sobre la moqueta (mamá, qué hace un vietnamita en Estados Unidos?). Una chica de mi curso murió atropellada por un tren cuando regresaba andando a su casa roulotte como las de mi vida sin mi. Murieron ella y su hermano, y yo recuerdo que los niños atropellados en las vías de tren eran como los avisos de tornado, las madres divorciadas cinco veces, los colombianos que se avergonzaban de hablar español y los lagos completamente congelados: algo habitual. Los padres de la niña de mi curso mandaron una circular a todos los padres del colegio para recaudar dinero para el entierro. Los Detroit Pistons perdieron la final de la NBA contra los lakers y yo confundía Pensilvania con Transilvania. Cuando aterrizamos en Madrid, un año después, todo

(Madrid desde el cielo,
el aeropuerto,
los guardias civiles,
el coche de mis tíos)

me pareció pequeño y cutre.

Con el tiempo dejé el soccer, el ajedrez, el piano y los tornados.



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domingo, 25 de octubre de 2009

Y ahora ¿dónde queda la gente cuándo queda en el oso?

Podría fulminarte con mi mirada y con mi cigarro
Donde el autor sale de paseo en domingo por las calles más turísticas de Madrid.

"Me estoy tomando un medicamento fortísimo y si vivo, me quedan todavía cinco años más", escucho decir a un hombre ligeramente obeso que camina acompañado de dos señoras ancianas por la plaza de Jacinto Benavente. La siguiente frase que registro es más diáfana: un niño pequeño vestido de domingo, con unos pantalones rojos subidos casi a la altura del cuello, camisa de cuadros por dentro, habla en una cabina de teléfono, junto a su madre. "Abuela, te llamo desde una cabina de teléfonos". Habla casi de puntillas.

Madrid en domingo, alrededor de la Plaza Mayor y la Puerta del Sol, más inhóspita que nunca después de casi diez años de obras. Han cambiado la estatua del oso y el Madroño de sitio, y cuando paso junto a su antigua ubicación veo a una familia de turistas mirando el vacío insólito.

Las estatuas humanas que se mueven cuando les echas una moneda, el hombre que hace musica frotando copas, el bar del bocata de calamares, la tienda de souvenirs con banderas españolas y toreros, un chino vestido de orangután se quita la cabeza de orangután y se fuma un cigarro sentado sobre los adoquines de la Plaza Mayor.

Las estatuas humanas que se mueven cuando les echas una moneda: el vaquero junto al banco Bankinter y un ángel dorado que flota en el aire. Pero flota de verdad. No se ve el truco por ninguna parte. No se ve la escalera o la silla sobre la que debería estar sentada. Cuando termina su número se sienta encima de una escalera y fuma un cigarro con caladas muy espaciadas. Mira muy fijamente a su manager, o mago, o chulo, que luego, una vez iniciado el espectáculo, se sienta en un portal cercano a bostezar.

Alrededores: una marina impresionista junto a una de los soportales de la Plaza Mayor, rodeado de filatélicos y dibujantes de caricaturas. Tres rubias jóvenes desoladas en la terraza de la chocolatería San Ginés. Habrían leído algo prometedor en su guía de viajes y se encuentran en un callejón poco pintoresco, atendidas por un camarero antipático. Posiblemente avergonzadas. La estafa y el cansancio, la maldición del turista.

¿Y qué tiene de malo el turismo? ¿Y las tiendas de souvenirs? ¿Y las estatuas humanas, sobre todo cuando flotan en el aire y visten de ángel dorado y por muchas vueltas que des alrededor no eres capaz de descubrir el truco? ¿y el hombre que hace música frotando copas de cristal? ¿Y los pastores que una vez al año vienen a Madrid con sus ovejas para salir en los telediarios del domingo? ¿y los mesones con forma de cuevas donde viejos con pajarita sirven tortilla, sangría y croquetas?

Y ahora, ¿dónde queda la gente cuándo queda en el oso?


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jueves, 22 de octubre de 2009

Texto para leer en voz alta con tono afectado

Donde el autor, a vueltas con los románticos ingleses, cita un párrafo de afectación sublime y recomienda a sus hipotéticos lectores que lo lean en voz alta, a ser posible vestidos con una chaqueta de terciopelo verde y lentejuelas de oro, como hacía Humphry Davy, el científico poeta que aisló el sodio y el potasio en su laboratorio, donde a veces leía en voz alta versos de Wordsworth después de pegarse un chute de óxido de nitrógeno

I here present you, courteous reader, with the record of a remarkable period of my life; according to my application of it, I trust that it will prove, not merely an interesting record, but, in a considerable degree, useful and instructive. In that hope it is that I have drawn it up; and that must be my apology for breaking through that delicate and honorable reserve, which, for the most part, restrains us from the public exposure of our own errors and infirmities.
(Thomas de Quincey, Confessions of an English Opium Eater)

martes, 20 de octubre de 2009

Boceto de sobredosis de estímulos en la redacción

a veces un hombre me espía por la ventana

Donde el autor se pregunta cómo es posible concentrarse estando sometido, como está, a semejante dosis de estímulos que le entran por los ojos y los oídos a través de la red de redes

Para escribir un reportaje leo un poema de Wordsworth
y escucho Elevator Love Letter en You tube
con mis cascos almohadillados de aparca aviones de aeropuerto
y aun de fondo
procedente de otros ordenadores cercanos
escucho cosas
como una gaita insufrible
y luego Jethro Tull
que a ratos suena como una maldita jota aragonesa
minimizo una pantalla y veo fotos de una bloguera cubana
y fotos de carteles que prohíben rescatar sombreros de niñas con coletas que levantan los brazos como si fueran a echar a volar
un gmail
un hotmail
un soitu
un wordreference
donde busco el significado de algunas palabras que no entiendo del poema de Wordsworth
como jocund
y otras de significado ambiguo
como gay
en la calle no termina de llover
a pesar de la borrasca anunciada esta mañana en el telediario
una borrasca que iba “a barrer la península”
y en A3 contactaron con reporteros en paraguas estratégicamente repartidos
por toda la península
la misma península que va a ser barrida por una borrasca


I wandered lonely as a cloud
escribe Wordsworth
a quien Byron apodaba
Churchworth
-que cabrón el Byron, con sus jirafas y sus orgías y sus there are three things that I can do that you cannot-
me contó un poeta y jardinero
que hablaba muy despacio bajo la lluvia

y tirando del hilo
termino añadiendo dos líneas a la biografía de
Ralph Vaughan Williams
en la wikipedia

(sube el hombre de los paquetes buscando piercings en los pezones)

y de vez en cuando se oye un estornudo
que nos recuerda que estamos en plena temporada de gripe A
-de ahí la borrasca que nos va a borrar la península-
pero a mí no me importa
porque yo inventé la gripe A

miércoles, 14 de octubre de 2009

Those fancy names



Donde el autor regresa de un viaje a Inglaterra y Escocia y descubre lo que siempre sospechó, que los habitantes de esas tierras hablan igual que en los listenings del colegio y los capítulos de Follow Me

Un librero galés charla con un joven irlandés en la librería South Side Books de Edimburgo. No es la librería más pintoresca de la ciudad, pero es la primera que encuentro la única tarde en la que puedo escaparme de mi rutina de trabajo. Ojeo algunos volúmenes de grandes clásicos de la literatura en inglés, títulos que podría fácilmente conseguir en librerías de Madrid. No, no son esos libros de lectura obligatoria de instituto y tapas plastificadas los que me detienen. Tampoco el cansancio, es ese caso mejor un pub, cualquier pub y una pinta de Bitter & Twisted. Tampoco la chica polaca con botas que curiosea en una esquina y que interrumpe la conversación preguntando por unos libros de estadística. La chica polaca con botas estudia económicas y es rubia con el pelo corto, y habla con ese exquisito acento con el que algunos superdotados hablan idiomas ajenos, y de repente se forma una tertulia a tres bandas sobre la imposibilidad (o mejor dicho la falacia) de la ciencia económica como Ciencia, mientras yo sigo sacando libros al azar, Stevenson, De Quincey, Graham Greene, y apunto en mi cuaderno marrón con pilot rojo y caligrafía de terremoto frases que voy oyendo, frases como economics is a degree of gambling dressed up with those fancy names

y fancy queda un rato flotando en el aire
un fancy con acento galés que suena a hipérbole caramelizada, a corte de mangas, al último rastro de yema de huevo apurado con el dedo antes de que el camarero se lleve el plato, a anciano travesti, a leche condensada.

queda flotando el aire hasta que suena, referido a un jugador de rugby, un lapidario he was a completely coward y pruebo a imaginarme a mí mismo explicándole a mi librero (aunque yo no tengo librero) que "la actitud de Pepe fue ciertamente censurable", y no me veo.

La chica polaca con botas se va con la promesa de recibir pronto esos extraños libros de estadística. El chico irlandés se va porque ya se va haciendo tarde y quién sabe cuánto tiempo lleva ahí metido, con el abrigo puesto y la bufanda al cuello, sin terminar nunca de irse, reflexionando sobre el achique de espacios en la defensa de rugby. Y sólo me quedo yo, que finalmente compro un libro y terminó hablando con el librero galés con ese terrible acento con el que sólo los españoles somos capaces de hablar un idioma ajeno.

y mis palabras se quedan un rato flotando en el aire,
unas palabras que suenan como a lavadora, a camión de basura, a telegrama tallado en piedra, a gramófono que suena en la habitación de al lado, la habitación de las goteras.