miércoles, 14 de abril de 2010

Los lectores de The Economist



Donde el autor evoca la época en que, en vez de blogs, escribía sesudos artículos sobre "el impacto de la apreciación del euro en las exportaciones españolas", artículos que luego entregaba a funcionarios del Instituto de Comercio Exterior. Todo por un segundo erasmus.

Era, básicamente, una clase de jóvenes ya no tan jóvenes compitiendo por una beca para vivir un segundo erasmus, esta vez bien remunerado y a ser posible en un país pobre, donde el dinero pudiera estirarse en forma de piso grande, mayordomo viejo y taxi diario. Por el contraste con sus ojos claros, piel blanca y cuerpo menudo, triunfaban por encima de todas las cosas las tetas de la chica valenciana, compañera de cigarro en el descanso de la siete junto con un navarro rubio tan atemorizado como yo, compañero de pánicos y mi mirada de reconocimiento en la clase adversa.

Pasaron diferentes cargos de distintos ministerios a hablarnos con fatalismo de las exportaciones españolas, como si fuésemos la selección de fútbol cayendo eternamente en cuartos de final contra Italia, que ellos sí que sabían exportar y tener imagen país, porque la pizza es fácil y la paella es un plato complicado y también porque todo el aceite italiano es en verdad, aceite español, pero eso no lo saben los ingleses y lo más sorprendente es que nuestra primera exportación son los productos químicos y los coches, no los tomates ni las naranjas, a que no los sabíais, eh?, pues ese es el problema, que ni los españoles creen que su país puede exportar tecnología.

Pasaron diferentes cargos de distintos ministerios, decía, pero mi preferido era un antiguo delegado de la cámara de comercio de Teherán a quien le gustaba arrastrarse con indolencia mientras explicaba la balanza por cuenta corriente. Era, de todos lo profesores, el más tranquilo. Pasaba algunas tardes infinitamente aburrido, pero sin estridencias, rascándose la espalda con la pared –decorada con frases célebres de premios nóbeles de economía– y balanceándose sobre el suelo de moqueta. Sus zapatos producían un sonido chirriante, como las maderas crujientes de un barco en el puerto, metáfora forzada en un edificio acristalado en mitad del parque de las naciones de Madrid, frente a las vías de tren, una media de treinta y tantos grados y el mar a quinientos kilómetros.

Pasaron diferentes empresarios de distintos sectores productivos. Incluido el vinícola, pero en aquella ocasión fuimos nosotros los que nos acercamos con fruición hasta unas bodegas de Valdepeñas. En el viaje de regreso a Madrid creí percibir en el rostro de la tutora la desoladora certeza de que esos cachorros borrachos no serían nunca capaces de revertir el déficit de la balanza de pagos de la economía española; con deje noventayochista miraba por la ventana los campos de La Mancha e intuía que, por muy pedantes que fueramos en clase, esa pseudo élite de mini oposición jamás leería The Economist en el baño.

Todos estábamos muy orgullosos de nuestro aceite de oliva virgen extra. Tanto que hicimos una cata en clase. Lo de la cata yo lo supe más tarde, cuando comprobé que esos vasos de plástico llenos de aceite solo servían para mojarse ligeramente los labios y no para apurarlos de un trago como un chupito de tequila. Demasiado tarde. Creo que en ese momento algún profesor empezó a eliminarme discretamente de la lista de los elegidos.

Todo trancurría en un halo de superioridad: éramos periodistas humanistas, no vulgares economistas desalmados. Éramos los elegidos. En general todo era confuso, hormonado y reconfortante, a pesar del pánico que yo sentía a ser preguntado en voz alta. Un día venía el delegado de México DF a explicarte que los aztecas eran unos asesinos que sacrificaban niños, otro día un consejero del Ministerio nos llamaba altermundistas; por la tarde un joven empresario nos proyectaba un mapa de China como una casilla de risk y suspiraba ante la imposibilidad de la conquista; a veces aparecía un profesor de inglés vestido de caricatura de profesor de inglés: ya saben, excéntrico, parlanchín, cáustico, extravagante, inventor del punk, hortera, amanerado, psicótico y, en este caso, fascinado por el nombre vasco de uno de los alumnos, a quien retenía después de clase para que le explicase, face to face, Su Punto De Vista Sobre El Conflicto Vasco.

Mi tutor de proyecto, el que inspiró mi sesudo estudio sobre el impacto de la apreciación del euro en las exportaciones españolas, tenía nombre bíblico y hacía bailar el reloj en su muñeca cada vez que iniciaba una explicación o cuando te miraba fijamente a los ojos para preguntarte en dónde te habías perdido. Me reconfortaba escucharle decir que "llegará un día en que estallará la burbuja inmobiliaria y entonces habrá millones de parados y delincuencia" porque eso significaba que habría monólogo político en vez de preguntas comprometidas.

De aquella clase salieron mis corresponsales en Hong Kong, Caracas y Shanghai. En uno de esos arrebatos de sensatez que uno no debería tener con 25 años, preferí quedarme en Madrid con un trabajo fijo antes que arriesgarme con una beca. Durante unos meses guardé The Economist en el baño de mi casa, para impresionar a las visitas, y en las sobremesas de las comidas explicaba a mis padres y a mis tíos que Antolín, un humilde mecánico de Burgos, se había convertido en uno de los mayores productores de complementos de automoción del mundo. Pero luego olvidé las curvas de demanda y el mapa de las denominaciones de origen de los quesos españoles. Pero aprendí una lección de oro: nunca confundas el aceite virgen extra de arbequina con el tequila.

1 comentario:

fon dijo...

Me encanta que etiquetes como nostalgia y periodismo práctico semejante y lúcido texto. Ay, recuerdo cuando Isaac hacía girar su reloj de pulsera. ¡Ay, ay! Aún leo de vez en cuando el Economist, aunque sea por compensar mi escasez de corbatas... ¡Un abrazo bolivariano!