martes, 27 de abril de 2010

Estadísticas para el congreso de hostelería

Donde el autor intenta hacer periodismo de viajes con estadísticas y desglose por países y le sale una elucubración, para qué engañarnos, entre bolañiana y quimonzesca.

Me llega un correo de una web de reserva de hoteles. De vez en cuando, para atraer la atención de los medios y darse publicidad, elaboran estudios del tipo "qué clase de objetos se olvidan los clientes en un hotel",  confiando en ser rebotados en las noticias de la Sexta y en blogs como este. Asocio la aparición de estos informes a la primavera, época de cierto revuelo hormonal y risa fácil –decía una amiga hoy comiendo bajo el sol en Olavide que Madrid en primavera parece una de esas comedias noventeras de Coque Malla–.

En cualquier caso, el último estudio elaborado por la agencia hotelera se titula: "EL 40% DE LOS ESPAÑOLES ESTARÍA DISPUESTO A MENTIR PARA OBTENER BENEFICIOS EN LOS HOTELES". En medio de una marea de spam real y spam metafórico, el asunto en mayúsculas invitaba a pinchar. Y esto fue lo que hallé:

- El 8% de los españoles ha rellenado las botellas del minibar con agua para no pagarlas 
- Un 10% ha logrado una habitación mejor o una botella de champagne al inventarse que estaba de luna de miel
- El 50% de los italianos que da nombre falso lo hace para parecerse a las celebrities
- El 40% de los noruegos que se registra bajo otro nombre utiliza “Olsen” o “Hansen”El 20% de los alemanes que se registra con nombre falso utiliza el apellido “Müller”

He leído el informe en voz alta. Y luego he pensado en cómo sería mi informe si alguien alguna vez me encargara un informe.

- El 10 por ciento de los alemanes que viajaron a Lloret de Mar fuera de temporada se asomaron a la ventana, vieron a una persona fumando tras los cristales de una cafetería vacía y sintieron miedo.

- El 2,5 por ciento de las mujeres que se alojaron en el hotel Silken Río de Santander con vistas a la playa del Sardinero desearon que uno de los chicos que jugaban a las palas junto al muro de piedra dejasen la pala en la arena, se despidiera de sus amigos, subiese las escaleras, cruzase la calle, entrara en el hotel, llamara al ascensor, empujase la puerta de su habitación en la segunda planta y, sin mediar palabra, la follase repetidamente encima de la cama sin quitarse ella el albornoz.

- El 30 por ciento de los periodistas alojados en un hotel de cinco estrellas miraron alrededor de su suite y se dijeron bueno y ahora qué, y no hallaron repuesta.

- El 15 por ciento de los viajeros veinteañeros que llegaron de madrugada a ese hostal del Raval de Barcelona con aspecto de corrala madrileña se sintieron súbitamente novelescos.

- El 33 por ciento de las parejas alojadas en una de las habitaciones con forma de celda de monasterio en la Posada San José del casco viejo de Cuenca, junto a la catedral, estuvieron seguros de haber sentido un fantasma.

- El 1 por ciento de los fotógrafos que dormían en una haima en el desierto del Sahara confundieron el deslizarse de un gato bajo la cama con el ataque una rata gigante portadora de peste negra. De este uno por ciento, un cien por ciento gritaron en mitad de la noche despertando al redactor que dormía a su lado.

- El 5 por ciento de los estetas que durmieron en un piso de realismo socialista en Praga utilizaron el sonido de un secador de pelo a modo de nana.

lunes, 26 de abril de 2010

Pequeño informe para insomnes peninsulares

                                 Foto de Alejandro Monge Acevedo descubierto por Ramón Peco en Soitu

Donde el autor cede la palabra a Luigi, su corresponsal dedeista en México DF. Sostiene el autor que este blog debe caer a la banda, ensanchar el campo y dar cabida a las jóvenes promesas del universo enzyklopédico. Pura coherencia, pues la enzyklopedien nació con vocación poliédrica, polimórfica, politoxicómana y, sobre todo, con una asombroso sentido de la geometería y, como diría Gil de Biedma, con una imposible tendencia al mito. He aquí, casi íntegra, la postal.

por luigi, joven promesa del tenis valenciano

Así que Canetti tenía planeado acabar con la muerte. Para todos los seres humanos. Já. También dijo: "Es demasiado fácil morir". Tenía razón.

El último gran terremoto de México fue en 1985, hace 25 años. Fue el más mortífero sufrido por el país. En Ciudad de México, numerosas estructuras se derrumbaron y dieron lugar a zumo humano en gran cantidad. Zumo humano.

Hay algo bello en las ciudades iluminadas. Quizás sea el temblor de las luces, que nos recuerda a otras sustancias que también tiemblan: el sudor, el semen, la sangre, las lágrimas.

Escribo esto a las 15.14 en México DF -22.17 en España-, mientras bebo con parsimonia una cerveza Indio, quizás mi favorita entre las que he probado en este bello país en mis tres primeras semanas. Dentro de un rato me marcho a un concierto, un minifestival indie donde lo más granado de la modernidad defeña -todos los modernos son iguales en todas partes, del mismo modo que todos los osos pandas, las librerías o las fuentes son iguales en todas partes- moverá los pantalones ajustados a ritmo de deerhunter, the big pink y algunas bandas mexicanas (escuchad Los Amparito, son buenos).

Ya tenemos casa y, aún más importante, internet. La casa se sitúa en un barrio encantador y decadente -aunque seguro; eso nos han dicho- llamado Cuautéhmoc, bastante céntrico, cuyas calles todas llevan nombres de ríos. Es muy agradable pasear por el  Danubio, el Po, el Niágara o incluso el Ebro: los paseos se transforman así, a poco que eleves ligeramente los pies, en fantásticos recorridos en barca. Nosotros vivimos en Río Tíber, lo que nos acerca a Roma, aunque el crucigrama de ríos es amplio e incluye representantes de todos los continentes. Puedes ser atropellado en el caudaloso río Hudson o besar a una rubia de pechos perfectos a la orilla del Volga. ¡Y todo a diez minutos de casa! ¿No es genial?

Estas tres primeras semanas las he dedicado, básicamente, a hacer el amor y a acondicionar la casa, dos actividades que se retroalimentan entre sí. La primera me gusta mucho, la segunda no tanto. También he paseado bastante, recogiendo las primeras muestras del material genético que hace a toda ciudad única: detalles específicos, insignificantes a veces, la mayoría ya invisible para los autóctonos, pero que al recién llegado no dejan de asaltarle como lobos luminosos durante las primeras semanas.

¿El ADN defeño? Las jacarandas y sus flores azuladas, el caos circulatorio, la presencia de innumerables Volkswagen escarabajo (aquí llamados Vochos), las vírgenes, los puestos callejeros de comida, la amabilidad un tanto exasperante, la espectacular luz de los atardeceres, las sutiles diferencias lingüísticas, la comida indefectiblemente sabrosa. Un ejemplo, la fruta. Hacía tiempo que no probaba fruta tan rotunda. Es casi como comer colores.

En cuanto a mi relación con la rubia cósmica, todo fantástico entre las jacarandas. Ella trae dinero a casa, yo preparo paellas con romero y le compro libros. Está bellísima, le sienta bien eso de ser jefa. La tibieza del clima mexicano contibuye a que sus formas se realcen y yo, que no soy más que un titiritero, me dedico a moldearlas con pasión.

Espero que estéis todos bien, los padres con sus hijos, los novios con sus novias, los solteros con las putas luminosas que pueblan la ciudad.

Me gustaría mucho recibir noticias vuestras. La casa tiene cuarto de invitados -todavía no he sido suficientemente insoportable para probar sus mieles, pero seguro que se duerme bien-, así que ya podéis ir pensando en beberos el Atlántico conmigo.

Abrazos de vuestro Luigi/Luiso/Grosset/Tolesú/Sobrinet/Bopo/Terreta desde Ciudad de México
PD: disculpad el correo común, pero se me hace imposible dedicarme, como Cristiano, a las individuales, tal es el reguero de cariños que he desperdigado por el mundo.

viernes, 23 de abril de 2010

Guarrear con mujeres fáciles

Donde el autor sueña con una antología de la censura, un proyecto sin duda multidisciplinar y ambicioso. Y lo hace con una oda a los fabulosos censores franquistas, certeros, ácidos, sucios y muy divertidos


Descargar imagen aquí


Leer completo en El País.

miércoles, 14 de abril de 2010

Los lectores de The Economist



Donde el autor evoca la época en que, en vez de blogs, escribía sesudos artículos sobre "el impacto de la apreciación del euro en las exportaciones españolas", artículos que luego entregaba a funcionarios del Instituto de Comercio Exterior. Todo por un segundo erasmus.

Era, básicamente, una clase de jóvenes ya no tan jóvenes compitiendo por una beca para vivir un segundo erasmus, esta vez bien remunerado y a ser posible en un país pobre, donde el dinero pudiera estirarse en forma de piso grande, mayordomo viejo y taxi diario. Por el contraste con sus ojos claros, piel blanca y cuerpo menudo, triunfaban por encima de todas las cosas las tetas de la chica valenciana, compañera de cigarro en el descanso de la siete junto con un navarro rubio tan atemorizado como yo, compañero de pánicos y mi mirada de reconocimiento en la clase adversa.

Pasaron diferentes cargos de distintos ministerios a hablarnos con fatalismo de las exportaciones españolas, como si fuésemos la selección de fútbol cayendo eternamente en cuartos de final contra Italia, que ellos sí que sabían exportar y tener imagen país, porque la pizza es fácil y la paella es un plato complicado y también porque todo el aceite italiano es en verdad, aceite español, pero eso no lo saben los ingleses y lo más sorprendente es que nuestra primera exportación son los productos químicos y los coches, no los tomates ni las naranjas, a que no los sabíais, eh?, pues ese es el problema, que ni los españoles creen que su país puede exportar tecnología.

Pasaron diferentes cargos de distintos ministerios, decía, pero mi preferido era un antiguo delegado de la cámara de comercio de Teherán a quien le gustaba arrastrarse con indolencia mientras explicaba la balanza por cuenta corriente. Era, de todos lo profesores, el más tranquilo. Pasaba algunas tardes infinitamente aburrido, pero sin estridencias, rascándose la espalda con la pared –decorada con frases célebres de premios nóbeles de economía– y balanceándose sobre el suelo de moqueta. Sus zapatos producían un sonido chirriante, como las maderas crujientes de un barco en el puerto, metáfora forzada en un edificio acristalado en mitad del parque de las naciones de Madrid, frente a las vías de tren, una media de treinta y tantos grados y el mar a quinientos kilómetros.

Pasaron diferentes empresarios de distintos sectores productivos. Incluido el vinícola, pero en aquella ocasión fuimos nosotros los que nos acercamos con fruición hasta unas bodegas de Valdepeñas. En el viaje de regreso a Madrid creí percibir en el rostro de la tutora la desoladora certeza de que esos cachorros borrachos no serían nunca capaces de revertir el déficit de la balanza de pagos de la economía española; con deje noventayochista miraba por la ventana los campos de La Mancha e intuía que, por muy pedantes que fueramos en clase, esa pseudo élite de mini oposición jamás leería The Economist en el baño.

Todos estábamos muy orgullosos de nuestro aceite de oliva virgen extra. Tanto que hicimos una cata en clase. Lo de la cata yo lo supe más tarde, cuando comprobé que esos vasos de plástico llenos de aceite solo servían para mojarse ligeramente los labios y no para apurarlos de un trago como un chupito de tequila. Demasiado tarde. Creo que en ese momento algún profesor empezó a eliminarme discretamente de la lista de los elegidos.

Todo trancurría en un halo de superioridad: éramos periodistas humanistas, no vulgares economistas desalmados. Éramos los elegidos. En general todo era confuso, hormonado y reconfortante, a pesar del pánico que yo sentía a ser preguntado en voz alta. Un día venía el delegado de México DF a explicarte que los aztecas eran unos asesinos que sacrificaban niños, otro día un consejero del Ministerio nos llamaba altermundistas; por la tarde un joven empresario nos proyectaba un mapa de China como una casilla de risk y suspiraba ante la imposibilidad de la conquista; a veces aparecía un profesor de inglés vestido de caricatura de profesor de inglés: ya saben, excéntrico, parlanchín, cáustico, extravagante, inventor del punk, hortera, amanerado, psicótico y, en este caso, fascinado por el nombre vasco de uno de los alumnos, a quien retenía después de clase para que le explicase, face to face, Su Punto De Vista Sobre El Conflicto Vasco.

Mi tutor de proyecto, el que inspiró mi sesudo estudio sobre el impacto de la apreciación del euro en las exportaciones españolas, tenía nombre bíblico y hacía bailar el reloj en su muñeca cada vez que iniciaba una explicación o cuando te miraba fijamente a los ojos para preguntarte en dónde te habías perdido. Me reconfortaba escucharle decir que "llegará un día en que estallará la burbuja inmobiliaria y entonces habrá millones de parados y delincuencia" porque eso significaba que habría monólogo político en vez de preguntas comprometidas.

De aquella clase salieron mis corresponsales en Hong Kong, Caracas y Shanghai. En uno de esos arrebatos de sensatez que uno no debería tener con 25 años, preferí quedarme en Madrid con un trabajo fijo antes que arriesgarme con una beca. Durante unos meses guardé The Economist en el baño de mi casa, para impresionar a las visitas, y en las sobremesas de las comidas explicaba a mis padres y a mis tíos que Antolín, un humilde mecánico de Burgos, se había convertido en uno de los mayores productores de complementos de automoción del mundo. Pero luego olvidé las curvas de demanda y el mapa de las denominaciones de origen de los quesos españoles. Pero aprendí una lección de oro: nunca confundas el aceite virgen extra de arbequina con el tequila.

Volverán las mujeres con paraguas


Donde el autor esquiva mujeres bajo la lluvia


Ahora que ha vuelto a llover vuelven las mujeres con sus paraguas a bloquear las aceras. A veces no hay forma de adelantarlas, a no ser que andes por la carretera o que te roces contra las paredes como un equilibrista rodeado de pinchos que no son pinchos, sino las cápsulas de plástico que rematan las varillas del paraguas. Aunque no haga viento, las mujeres con paraguas oscilan a derecha e izquierda como un barco a la deriva y hay pocas cosas que puedan irritar más a un oficinista que llega tarde a la oficina que intentar adelantar a una de estas oscilantes mujeres con paraguas que tan pronto te aplastan contra la pared como te clavan en los ojos las aristas de su arma o te empujan contra el espejo retrovisor del coche aparcado o contra el tronco de uno de esos árboles que malcrecen en la orilla de algunas aceras o peor aún contra un contenedor de basura. Y si esto ocurre, si tú acabas estrellado, ellas te mirarán con miedo y un gesto de reproche, como si estuvieras loco o hubieras intentado robarles el bolso.


Ahora que ha vuelto a llover vuelven las mujeres con sus paraguas a bloquear las aceras, pero yo ya he aprendido a esquivarlas con un eslalon de cintura que las deja boquiabiertas y admiradas.